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Una devoción infalible

El sol ya iba cayendo radiante en aquella aldea alemana. Las campanas de la iglesia parroquial tocaban alegremente anunciando el comienzo de una ceremonia de casamiento. Poniéndose bajo la protección maternal de la patrona, María Auxiliadora, Frida se preparaba para iniciar un nuevo hogar con Friederich Waltz.

Ella era muy católica, aunque él no lo era tanto… Creció en el seno de una familia algo apartada de la religión; fue bautizado e hizo la Primera Comunión, pero había perdido la costumbre de rezar y no asistía a Misa los domingos ni los días de precepto. Únicamente le quedaba un resto de fe, que su tan devota prometida había conseguido reavivar con ocasión de sus nupcias.

Pocos meses después, no obstante, renació en él ese antiguo desinterés religioso y se molestaba con los actos de piedad de su esposa, y le ponía toda clase de dificultades para que no los practicara. Frida esquivada con mansedumbre tales contratiempos y, sin disminuir para nada sus sacrificios y oraciones, siempre encontraba una manera de complacer a su marido y dejarlo contento.

El tiempo fue pasando y Dios los bendijo con tres hijos: Stephan, el mayor, de 7 años, experto y vivaz, le gustaba correr por el campo y ayudar a su madre en sus quehaceres, como el ir a buscar agua al pozo o pastorear las ovejas del rebaño; Gertrud, dos años más joven que él, era bastante inteligente y de temperamento sosegado, casi imperturbable; Mathilde, la benjamina, con tan sólo 3 años ya demostraba el mismo temperamento fuerte de su hermano.

A pesar de la poca voluntad de su marido, Frida había conseguido bautizar a sus hijos y, con mucha maña, les enseñaba prácticas religiosas y a tener paciencia con la impiedad de su padre, y rezaban por su conversión.

Cierto día, por desgracia, se propagó por toda la religión una devastadora epidemia de tifus que afectó tanto a los adultos como a los niños. Estaba muriendo mucha gente por todos los pueblos y aldeas cercanos, sin que nadie consiguiera detener la enfermedad. Ésta se presentaba con fiebres altas y constantes, y en pocos días el enfermo sucumbía. Los médicos hacían de todo para impedir que continuara avanzando, pero no lo lograban.

No pasó mucho tiempo cuando Stephan se vio aquejado por la enfermedad. Desolados, sus padres lo veían arder en fiebre noche y día, y parecía que la muerte salía a su encuentro irremediablemente. Friederich ya ni dormía, tanta era su preocupación: su primogénito y único varón estaba a pocos pasos de un trágico final.

Frida, sin embargo, permanecía junto al niño, con incansable celo materno. Su fe y confianza en María Santísima era lo que le alentaba en tamaña prueba. No cesaba de rezar el Rosario, confiando en Aquella que es Virgen y Madre, con la certeza de que la comprendería en su aflicción y salvaría al muchacho.

Tomado por la desesperación, Friederich se mofaba diciéndole:

-¡Basta ya de tanta superstición! Si ni siquiera los médicos consiguen curarlo, ¿qué quieres conseguir tú con inútiles oraciones? Si ha de vivir, no serán tus interminables Avemarías las que lo van a salvar…

Como extremosa madre católica, Frida soportaba con resignación la impaciencia de su marido, a la vez que se veía obligada a cuidar, casi en solitario, de la casa y de sus hijas, debido al fuerte abatimiento emocional que sufría él. Tampoco entendía cómo Gretrud y Mathilde estaban sanas, sin la mínima sombra de la mortal dolencia.

Con el paso de los días varios niños del vecindario, más débiles que los adultos, fallecían, provocando gran desconsuelo en las familias. Pero Stephan continuaba con fiebres todavía altas e inexplicablemente no empeoraba. El doctor que lo atendía, al percibir que los síntomas se habían estabilizado, se sintió forzado a decirle al incrédulo padre:

-La enfermedad de su hijo no supera cierto grado. Desde el punto de vista clínico no hay explicación. Créame: solamente no ha muerto aún a causa de las oraciones de su esposa. ¡Ella lo está manteniendo vivo!

Entonces ocurrió lo que parecía imposible: Friederich, conmovido con las palabras del médico, se arrodilló ante la cama de su hijo y, conociendo muy bien a quien ofrecía su esposa las oraciones, hizo la siguiente promesa:

-¡Juro que si este muchacho vive, me volveré un buen católico y construiré una capilla en honor de la Virgen María!

Una vez más, la bondad y compasión de la santa Madre de Dios no dejaron sin atender las plegarias de una madre angustiada que, además de pedir la curación de su hijo, suplicaba la conversión de su esposo.

La fiebre del pequeño Stephan se fue haciendo cada día más leve y, una semana después, para asombro de la vecindad, ya correteaba nuevamente, feliz y saludable, por los pastos y caminos del lugar.

La noticia se difundió por los alrededores con impresionante rapidez. Numerosas madres, atónitas, fueron a preguntarle a la virtuosa Frida cómo había obtenido tan prodigiosa curación; muchas esposas, también angustiadas por la incredulidad de sus maridos, buscaban su auxilio. Y recibían invariablemente la misma respuesta:

-Rezad el Rosario. ¡Es una devoción infalible! Ha sido la Santísima Virgen la que ha salvado a mi hijo y ablandado el corazón de mi esposo. Ella no desampara a nadie que la invoca con confianza.

Tan profundo y sincero fue aquel arrepentimiento que Friederich se convirtió, para consuelo de Frida, en un católico fervoroso y un óptimo marido. Y para júbilo de todos, los beneficios no se restringieron a la casa de los Waltz: la epidemia comenzó a alejarse de la región y, poco a poco, los enfermos empezaron a curarse.

Como lo había prometido, Friederich enseguida dio inicio a la construcción de una linda capilla en honor de Nuestra Señora Reina del Santísimo Rosario, en el sitio más elevado de su propiedad. Unos meses más tarde ya estaba concluida y el párroco fue a inaugurarla con una Misa solemne, en la cual participaron todos los aldeanos, no faltó ni uno solo.

En cuanto a Stephan, no es preciso decir que se hizo más devoto aún de la Virgen María. Al cumplir los 15 años se mudó a la capital para ingresar en el seminario, donde estudió y fue ordenado sacerdote. Y en sus predicaciones nunca dejó de enseñar la práctica del rezo del Santo Rosario.