La procesión se ha detenido. El aire es fresco, la atmósfera luminosa, el ambiente diáfano. Son de las primeras horas de esta mañana de primavera. El cielo es aún pálido, casi blanco. Sobre el verde prado despuntan prematuras hierbecillas.
Cortando el silencio de los campos, se alza pausada la carrasposa voz del viejo sacerdote:
– “Señor, Padre santo, que mandaste al hombre que guardara y cultivara la tierra, te suplicamos que nos concedas siempre cosechas abundantes, des fertilidad a nuestros sembrados y, alejando de nuestros campos las tormentas y el granizo, las semillas puedan germinar con abundancia, por Jesucristo Nuestro Señor."
Todos al unísono, responden: –¡Amén!
Con el hisopo asperje los campos en las cuatro direcciones de los puntos cardinales. En torno a la Virgen, que domina la planicie bajo el palio de su rico pedestal de plata, su trono, se congrega todo el pueblo. Lucen sus mejores galas, a la goyesca, con pañuelos anudados sobre la cabeza o redecillas. La ceremonia se reviste de la máxima solemnidad: han sacado los estandartes y pendones de las cofradías, se portan faroles, dos monaguillos voltean sus turíbulos con brío exhalando nubes blancas de incienso que se deshilachan en la atmósfera.
Frente al sacerdote, cerrando el círculo que se ha formado para la ceremonia, la cruz procesional de guía, ladeada por dos acólitos revestidos con lujosas dalmáticas. A uno le vemos agachado intentando encender su cirial en una de las linternas, apagado por la suave brisa de la mañana. Todo transcurre con la naturalidad de la vida del campo, sin perder nada de su solemnidad.
El silencio respetuoso de los campesinos, el gesto ritual del sacerdote, la actitud devota de los personajes revela una atmósfera especial, en donde lo humano y lo divino confluyen. La tierra, la fe y el esfuerzo humano se entrelazan.
En los corazones la esperanza de una buena cosecha, que se vean libres de las tormentas, del granizo o las heladas. Súplica silenciosa y vehemente. Y en consonancia, como buenos labriegos, la mirada puesta en el cielo, siempre en el cielo.
Salvador Viniegra (1862-1915) fue un pintor de éxito en su tiempo, galardonado con una medalla de primera clase en 1887 por su obra más conocida, “La bendición de los campos en 1800”. Fue arquetipo de artista culto, compositor musical de cierto renombre y pintor viajero e instruido. Vivió varios años en Italia, adonde se trasladó en 1882 para ampliar sus estudios, realizados en la Academia de Cádiz, y a donde volvió en 1890 como pensionado por la Academia Española. Allí pintó, en 1891, una de sus obras más relevantes: el gran lienzo relativo a Adán y Eva titulado “El primer beso”. Viniegra expuso sus obras durante este periodo en Múnich, Roma y Budapest. Aficionado a la literatura, fue autor de diversas piezas teatrales y escritos acerca de Roma y otras ciudades. Su conocimiento de la pintura antigua propició que, en 1898, fuera nombrado conservador del Museo del Prado. Durante esta época se convirtió en un importante mecenas de las artes, especialmente de la música (era un notable violonchelista), procurando ayudar a diversos artistas, entre los que destacan Manuel de Falla y Juan Ruiz Casaux.