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Consciencia aumentada

Escritor

Hace poco tiempo, un familiar me preguntó si “sería pecado” utilizar inteligencia artificial en el colegio para que le ayudara con los deberes. La pregunta me hizo sonreír, no porque fuera absurda, sino porque contenía, en el fondo, una cuestión mucho más profunda: ¿cómo ser honestos en un mundo donde cada vez es más fácil aparentar que lo sabemos todo, aunque no sepamos casi nada?

La tecnología, creo que lo intuimos de sobra, no es mala en sí. De hecho, resulta una maravillosa creación humana que puede estar al servicio del bien común.

Pensemos en cuántos avances médicos, educativos o sociales han sido posibles gracias a ella. Pero, como toda herramienta, su valor ético depende del uso que hagamos de ella. Lo conecto, a veces, con un versículo evangélico: “El que es fiel en lo poco, también en lo mucho es fiel” (Lc 16,10). Y quizá esa fidelidad hoy tenga mucho que ver con ser honestos en lo cotidiano, con los demás y con nosotros mismos, incluso cuando nadie nos ve.

Vivimos en una época en la que la educación se enfrenta a retos enormes. No sólo enseñar a leer, escribir o calcular, sino formar personas íntegras, capaces de distinguir entre lo fácil y lo correcto. Porque, aunque una A pueda redactar un ensayo brillante, nunca podrá reemplazar el proceso humano de aprendizaje, de esfuerzo, de equivocarse y volver a intentarlo. Educar no es producir resultados, sino, ante todo, formar conciencias.

La honestidad, entonces, no consiste sólo en no copiar, sino en atrevernos a ser quienes somos, con nuestras luces y sombras, sin máscaras ni atajos. El papa Francisco lo expresó con claridad: “Una educación que enseña a pensar críticamente y fomenta valores éticos no puede ser sustituida por algoritmos” (Discurso sobre el Pacto Educativo Global, 2020). Porque si nos dejamos educar sólo por pantallas, terminaremos creyendo que el valor de una persona está en lo que aparenta, y no en lo que es.

Frente al vértigo de lo inmediato, el cristiano está llamado a vivir desde lo profundo. Y eso incluye también la manera en que usamos la tecnología: con prudencia, con agradecimiento, y con una honestidad que no tema reconocer sus límites. No podemos competir con una máquina en rapidez, pero tampoco necesitamos hacerlo. Dios no nos mide por nuestra eficiencia, sino por nuestra fidelidad.

Quizá el verdadero desafío educativo del siglo XXI no consista tanto en aprender a usar bien la inteligencia artificial como en recordar que la inteligencia más importante sigue siendo la del corazón. Ésa que sabe discernir el bien, que no se deja encandilar por lo superficial y que reconoce, en medio del ruido, la voz de Aquel que nos llama a ser luz del mundo, incluso en tiempos de algoritmos