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La guerra y el alma cristiana

La guerra y el alma cristiana

Resulta incómodo, incluso doloroso, hablar de guerra en una revista como esta, cuyo propósito es acercar el Evangelio, la paz y la esperanza a los corazones de los lectores. Pero el cristianismo no ha rehuido nunca las preguntas difíciles. Y una de ellas es esta: ¿puede ser justa una guerra?
Desde san Agustín, pasando por santo Tomás de Aquino, hasta llegar al pensamiento contemporáneo, la Iglesia ha intentado dar respuesta a esta cuestión. El punto de partida siempre ha sido el mismo: el rechazo al mal, el amor por los inocentes, el anhelo de justicia. Nunca la sed de poder, ni el orgullo herido, ni los intereses económicos. Decía Hugo Grocio, un interesante jurista cristiano del siglo XVII que escribió un texto titulado “Sobre el derecho de la guerra y la paz”, que la guerra “sólo puede justificarse cuando se reacciona ante una injusticia ya cometida, no ante un temor incierto”.
En tiempos más recientes, con guerras como la de Irak o la de Ucrania, resurgen estas reflexiones. Algunos piensan que solo debe permitirse la guerra en legítima defensa. Otros, que también es justo intervenir para frenar una amenaza grave o proteger a víctimas inocentes. Ambas posturas coinciden en algo esencial: la guerra nunca debe asumirse a la ligera, ni puede convertirse en una herramienta ordinaria del poder político. Cada guerra debería vivirse con pesar, con lágrimas, con ayuno y oración.
El Papa Francisco ha sido muy claro en este punto. En Fratelli Tutti escribe: “Toda guerra deja el mundo peor que como lo encontró. La guerra es un fracaso de la política y de la humanidad, una claudicación vergonzosa, una derrota frente a las fuerzas del mal”. No es una opinión, sino un eco profundo del Evangelio. Por eso la Iglesia, cuando ha hablado de guerra “justa”, siempre lo ha hecho a partir de criterios exigentes: que la causa sea justa, que se intente por todos los medios una solución pacífica, que el mal que se busca evitar sea realmente mayor que el mal que la guerra pueda provocar.
Y aun así, el recurso a la fuerza debe hacernos llorar. Debe llevarnos a preguntarnos: ¿hemos hecho todo lo posible por dialogar? ¿Hemos rezado lo suficiente por nuestros enemigos? ¿Hemos trabajado por una paz que no sea solo la ausencia de disparos, sino la presencia de justicia? No es fácil, claro está. En un mundo donde abunda la violencia y la mentira, hablar de paz suena a ingenuidad. Pero, como cristianos, se nos pide precisamente eso: no resignarnos al mal. Aunque el mundo funcione con otras lógicas, aunque muchos se burlen, aunque parezca inútil, nosotros seguimos creyendo que “bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mt 5,9).
Y si alguna vez, en una circunstancia extrema, no hubiera más remedio que recurrir a la fuerza, que sea desde el amor y el dolor, no desde el odio ni la venganza. Que sea para proteger, no para conquistar. Que sea con el Evangelio en la mano, y no con la arrogancia en los labios. Porque incluso en la guerra, el cristiano está llamado a ser sembrador de paz.