Vivimos en tiempos paradójicos: nunca hemos estado tan conectados, y, sin embargo, son miles los que se sienten profundamente solos. La psicóloga Elizabeth Clapés ha hablado en diversas ocasiones de la soledad no deseada como una de las experiencias más desgarradoras de nuestro tiempo. No es la soledad buscada, que puede ser fecunda y contemplativa, sino aquella que pesa como una ausencia continua, un hueco que nadie parece querer llenar.
El cristianismo, desde sus raíces, ha reconocido la vocación relacional del ser humano. Ya en el Génesis leemos: “No es bueno que el hombre esté solo” (Gn 2,18). Esta afirmación de Dios no es solo la antesala del matrimonio, sino una verdad antropológica más profunda: fuimos creados para el encuentro, para el nosotros, para el tú que da sentido a mi yo. San Agustín afirmaba que “nadie vive sin amor; la cuestión es a quién o a qué ama”. En la soledad no deseada no falta solo compañía, sino un amor concreto, una mirada que diga: me alegro de que existas. Es ahí donde la caridad cristiana tiene su campo de acción más hermoso.
El acompañar al que está solo no es solo un deber moral, sino una forma elevada de caridad, tal como la describe el Catecismo: “La caridad es el vínculo de la perfección” (cf. Col 3,14). Quien se acerca a una persona sola, sin más interés que el de hacerle bien, está realizando un acto profundamente cristiano, está siendo presencia de Cristo para otro. Juan Pablo II decía que “la persona humana sólo puede encontrarse a sí misma en el don sincero de sí misma”, y eso es justamente lo que hace quien se ofrece para estar con quien está solo.
Hoy, en tantos hospitales, residencias, calles o incluso casas, llenas de cosas, pero vacías de afecto, hay almas que esperan una palabra, una sonrisa, una visita inesperada.
La Iglesia, como madre, ha sabido responder a este llamado a lo largo de los siglos, mediante el servicio silencioso de tantos que hacen del acompañamiento su misión. Debemos fomentar la “cultura del encuentro”: salir al encuentro del otro, especialmente de aquel que está herido, olvidado, apartado. ¿Y qué mayor herida que la de sentirse invisible?
La persona que se acerca al solitario por amor, no por deber, refleja algo del corazón mismo de Dios. Porque Dios mismo se hizo compañía en Jesús: el Emmanuel, el Dios con nosotros. Su vida entera fue estar con los otros, mirar, escuchar, curar, consolar. Y aún hoy, en la Eucaristía, permanece para que nadie esté solo.
En un mundo cada vez más marcado por el individualismo, el cristiano está llamado a ser puente, consuelo, rostro de fraternidad, recordando que no estamos en la tierra para salvarnos solos, sino para caminar juntos. La caridad no es solo dar cosas, sino darse uno mismo.
Que no pase un día sin que mire a mi alrededor con ojos atentos, preguntándome: ¿A quién puedo hoy hacer sentir acompañado? Quizá no cambie el mundo entero, pero sí el mundo de alguien. Y eso, en los ojos de Dios, es un acto de infinito valor.