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Santas Justa y Rufina

Los días de mercado se juntaban labradores, ganaderos, curtidores, cultivadores de hierbas curativas, perfumistas, plateros y un sin número de gremios diferentes que hacían las delicias de las matronas sevillanas que, se proveían de las más raras hierbas, llegadas de lejanos puntos del mundo, y de cerámicas de puntos cercanos y lejanos del Imperio.

Justa y Rufina, vehementes, jóvenes y alegres, acudían al mercado para vender sus vasos de terracota y algunas bellas figurillas, que servían para decorar las estancias de los comerciantes, a fin de allegar recursos para su familia y para propagar la fe en Jesús, la persona, cuyas palabras, les había cambiado la vida.

El mercado estaba a rebosar; podrían vender su mercancía antes de mediodía y, tras rezar la oración a Cristo, regresarían a su hogar a entregar a sus padres el fruto de su trabajo.

La idolatría invadía Sevilla

La música tronó en el ambiente, su visión las cautivó y atemorizó. Habían oído hablar de la fiesta de las Adonías, aunque su recato y comedimiento las había impedido participar en ellas. Las molestaba aquella gente soez, pero más les indignaba que, esas manifestaciones enojaban al Dios que moraba en los cielos, a Jesús. Tras rescatar la imagen del ídolo Salambó fingían derramar lágrimas por la muerte de Adonis, un ídolo que, según la leyenda, había nacido del árbol de la mirra y que se hallaba relacionado con la fertilidad de la tierra, en la que pugnaba con otro ídolo, éste, encarnado por una mujer a la que llamaban Demeter.

Eran muchas y mientras cantaban y bailaban, se fijaron en las dos muchachas, como si envidiasen la tranquila paz de las niñas.

- ¡Regalad ese vaso para nuestro dios Adonis!- espetó con dureza exigente una de las matronas.

- No podemos, para nosotras es solo un ídolo, vuestro dios Adonis no tiene, en verdad, ni pies, ni manos, ni ojos - respondió, pausadamente, Justa, la hermana mayor.

La valiente postura de Justa enervó al populacho, que comenzó a zarandear al ídolo mientras se arracimaba sobre el modesto mostrador de las niñas, que, un poco asustadas, trataban de protegerse de la avalancha. Tiraron el tablazón, que sostenía el puesto, sobre el que se exponían los vasos, que se hicieron pedazos.

Con el estrépito la multitud se abalanzó y la esfinge cayó sobre las niñas, que al intentar evitarla la tiraron al suelo echa pedazos. Una matrona comenzó a gritar, agitando su cuerpo como si fuese presa del diablo y señalando a las niñas, gritó: - Blasfemia, blasfemia.

La multitud profería terribles insultos contra las niñas mientras se aproximaba, amenazadoramente, a ellas, que se habían puesto a rezar en silencio. En ese momento, la guardia del mercado se apercibió del tumulto y procedió a la detención de Justa y a Rufina.

La canalla, sorprendida por la actuación de los soldados, recomenzó a lanzar gritos: ¡Adonis! ¡Adonis! mientras las sacerdotisas de Salambó lloraban ante la pérdida de su ídolo. Las gentes se aproximaban al puesto y algunos aprovechaban para renegar de las niñas, a las que ya se acusaba de profesar la religión prohibida.

Asustados por el tumulto, los guardias llevaron a las hermanas a presencia del Prefecto de Sevilla, Diogeniano, quien, preocupado por el pueblo, mandó encarcelar a las niñas, a la vez, que intentando evitarse problemas, las animaba a abandonar su religión para intentar salvarlas de la multitud.

Defensa de su fe y martirio

Las santas, recuperadas del susto, se negaron a las peticiones del romano, primero cariñosas y luego amenazantes. Como no obtuviera el resultado apetecido, el prefecto envió a las muchachas a la tortura, pero ellas, henchidas de gracia, se negaron, una y otra vez, a abjurar de sus creencias. Finalmente, Diogeniano ordenó que las encarcelasen, en lóbrega mazmorra, sin comida ni bebida.

El prefecto ordenó que ataran a las niñas y las obligaran a seguir a la multitud que iba a acompañar al ídolo Adonis, en procesión, a Sierra Morena para precipitarlo en una oscura cueva de la montaña, buscando de esta infantil suerte, la fertilidad de la tierra, con voluntad de escarnecerlas y quebrar su voluntad.

Las jóvenes soportaron estoicamente el castigo, reafirmándose, si cabe, en la fuerza de su fe. Como no encontraran ningún signo de debilidad en ellas, a su regreso a Sevilla sus verdugos volvieron a encerrarlas.

La primera en morir fue Santa Justa, la mayor de las hermanas. En el momento de su muerte, año 287, tenía 19 años y era virgen. Sus verdugos arrojaron el cadáver a un pozo, pero el Obispo de Sevilla, Sabino, lo recuperó y dio cristiana sepultura.

Diogeniano pensó que Rufina, más joven y sola, sería proclive a la apostasía; lejos de ello, el sacrificio de su hermana fortaleció a la santa, que se reafirmó en sus creencias con mayor vigor.

Desesperado el romano, optó por conducir a la santa al anfiteatro y enfrentarla a un furioso león, que al ver a la dulce niña, se prendó de ella y en vez de atacarla, se le acercó y retozó a su lado, como si de un animal de compañía se tratara. El público asistente quedó en silencio. Los romanos, incapaces de comprender la grandeza del comportamiento de la joven y la protección Divina que gozaba, la hicieron degollar y mandaron quemar su cuerpo.

Rufina entregó su alma a Dios a los 17 años y como su hermana, fue virgen y mártir. Por muy largo tiempo, Sevilla lloró de pena el día de su muerte (19 de Julio); su fama de santidad se extendió por todos los confines del Imperio y son veneradas por la Iglesia Católica y la Iglesia Ortodoxa.