“Reparar” es un término interesante que designa acciones muy distintas: se puede reparar un objeto, por ejemplo; pero también se puede reparar un fallo, o podemos reparar en un error, o reparar a alguien por algo. Pero se trata de un término que, en la práctica, usamos cada vez menos, precisamente a partir de nuestra relación con los objetos: la acción de reparar se ha vuelto infrecuente en nuestra vida. También la idea misma, el concepto de reparar lo que se estropea o envejece, actualmente nos parece una auténtica pérdida de tiempo; creernos que es mejor sustituir lo que se rompe en cuanto sea posible, con la ventaja de que así siempre tenemos algo nuevo que responde mejor a
nuestras exigencias.
La cultura del descartable
Por lo demás, aumenta el número de cosas que usamos y que es imposible reparar, o requiere una intervención técnica inasequible a la mayoría: cuando algo se rompe ya no está prevista la posibilidad de que cualquiera, con un poco de práctica, pueda aprender a ponerse manos a la obra, ni está claro si a alguien le interesa realmente arreglar lo que se ha roto o estropeado. Arreglar algo requiere tiempo, a veces incluso mucho tiempo, y el que se usa para reparar ya no parece un tiempo bien invertido: una cosa rota nunca va a volver a ser nueva, y por eso es mejor deshacerse de ella y reemplazarla.
Aun así, la idea de “reparar” algo es interesante, porque presupone que puede valer la pena dedicar tiempo al cuidado de las cosas; implica el reconocimiento de un valor: no tanto, ni solo, un valor objetivo y cuantificable, como podría ser el coste del objeto, cuanto más bien un valor de tipo relacional. Se repara lo que nos gusta conservar, algo a lo que estamos unidos, algo que para nosotros tiene una función especial o que forma parte significativa de nuestro mundo; algo que queremos que dure en el tiempo, para tenerlo con nosotros, y que, entonces, no es intercambiable ni se puede sustituir fácilmente. Reparar también es un modo de no desperdiciar: un signo de sobriedad que expresa una actitud de respeto hacia lo que nos rodea. Es un modo de ejercitar competencias operativas que requieren paciencia y precisión, pero también inventiva; para arreglar algo necesitamos las manos, que hoy se han vuelto con demasiada frecuencia poco precisas y apresuradas. La idea de la reparación, además, está en continuidad estricta con la de manutención: tener las cosas bien, dar se cuenta de los primeros signos del uso, hace que no tengamos que intervenir cuando ya es demasiado tarde. Pero el mundo de los objetos no es el único que padece nuestro desinterés hacia la manutención y la reparación: el mismo desencanto ha invadido el mundo de nuestras relaciones, mucho más importante.
Cuidar las relaciones
De hecho, nuestras relaciones, y sobre todo las de mayor proximidad, están sometidas al
uso de un modo todavía más profundo que el de nuestros objetos, cuando necesitarían, mucho más que los objetos, que los tratásemos con aquella actitud paciente y creativa que permite una manutención y una reparación constantes. La relación de pareja, sobre todo, tiene una necesidad extrema de esta actitud, porque las pequeñas y grandes incomprensiones, los fallos pequeños y grandes, los descuidos y los errores diarios, en los que caemos todos, condicionan un cansancio que somete a prueba y desanima. Si damos una importancia central a nuestra relación, también hemos de ser capaces de tenerla en la mente, de dedicarle tiempo, pensamientos y proyectos: debemos ocuparnos de ella igual que se hace con una cosa cuyo valor reconocemos, que no se puede intercambiar ni sustituir. Debemos reflexionar de forma creativa sobre cómo cuidarla; debemos hacernos conscientes de que la manutención y la reparación son necesarias para que nuestra vida juntos se convierta en una historia perdurable. La pereza, el descuido, o una idea malentendida de la vida tranquila, por la que se evita afrontar las dificultades, pueden, por desgracia, alejarnos uno de la otra: llevarnos tan lejos que casi sea imposible volver a encontrarse.
“Perfectos imperfectos”.
Mariolina Ceriotti Migliarese.
Editorial Rialp. 144 páginas.