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Rencores de orgullo

El rencor  nació entre los dos cabezas de familia hacía años, por cualquier tontería; palabras que se cruzan en momentos de enojo, incomprensiones, envidias y rescoldo de exagerado odio. Durante muchos lustros, cada una de las familias se alegraba de los fracasos de la otra o se malhumoraba con los éxitos del vecino. Porque los Navarro y los Enríquez, además de enemigos, eran vecinos.

El aire estaba enrarecido entre ellos. Cualquier ruido provocado por el otro, una risa que se oyera entrar por la ventana de la cocina, molestaban al vecino provocando sus comentarios más acerbos, coreado por toda la familia. Erróneamente, faltos de cristianismo, alimentaban la ponzoña de su odio, cuyos motivos ya ni recordaban por viejos e inconsistentes.

–He visto a la vecina de al lado, con su abrigo nuevo en la escalera. Al cruzarnos me ha mirado por encima del hombro. ¡Se cree que va elegante! ¡Hace reír yendo a comprar verdura con esas pieles! –decía Lina, la señora Navarro…

–La portera me ha explicado que el hijo de los vecinos ha suspendido las matemáticas –se alegraba Elisa, la señora Enríquez…

Otras veces la situación era más violenta, tanto para ellos como para el vecindario: al encontrarse en el ascensor, en la portería o en cualquier tienda del barrio, pasaban unos junto a los otros sin saludarse ni cambiar una mirada.

Los hijos de ambas familias eran católicos practicantes y a veces coincidían en misa. Y en la iglesia les desagradaba el tener que mantener la actitud de sus respectivas familias. Era un comportamiento que les avergonzaba, pero que ninguno de los tres lo había exteriorizado nunca, ni lo habían comentado entre sí Héctor y Ana, los gemelos Navarro.

Generosidad

Aquella tarde los hermanos Navarro estaban en la galería, que daba al patio de luces, reconvertida en sala  de estudios. Oyeron ruidos provenientes de la casa de al lado, se trataba de Elisa que canturreaba. Eso les interrumpió, estaban cansados y nerviosos, ya que se examinaban al día siguiente. Decidieron, para tranquilizarse, dar un breve paseo para refrescar la cabeza.

No tardaron mucho en regresar, pero al pasar por el rellano de la escalera notaron un olorcillo que no les era desconocido, pero sí inesperado y alarmante.

– ¡Oye! ¡Esto huele a gas! –dijo Ana.

Preocupados, detectaron que el tufillo provenía de la casa de sus vecinos.

– Hay que llamar a urgencias del gas – explicó el chico mientras entraba en casa para telefonear. La teleoperadora le comunicó que enviaban a un técnico y que mientras, si podían, cerraran las llaves del gas y ventilaran la vivienda, y que sobretodo, no encendieran luces, ni encendedores, ni llamasen al timbre de la vivienda.

– Ana, seguro que dentro hay alguien. Puede que estén intoxicados y necesiten auxilio. ¿Qué hacemos?

– Uno de nosotros tiene que saltar por la ventana, no sabemos cuanto tardará el técnico y si, además, hay que llamar a los bomberos…

– Vale, tú espérame en el rellano.

Héctor pasó de un piso al otro. El cuarto al que llegó estaba a oscuras, no se oía ningún ruido en la casa, pero el olor a gas era muy intenso. Cerró la llave del gas. Se tapó boca y nariz con un pañuelo y miró por todas las habitaciones, en busca de alguien que necesitara auxilio; encontró a Elisa que estaba tendida sobre el sofá.

Abrió la puerta del rellano donde esperaba Ana con impaciencia.

– ¡Corre! ¡Ayúdame! –entre los dos la sacaron a la escalera en demanda de auxilio.

Aprendiendo de los hijos

Esa noche Ana y Héctor tuvieron que contestar muchas preguntas a sus padres. El Sr. Navarro estaba disgustado con que su hijo hubiese saltado a casa de sus vecinos.

– Pero papá, era una situación muy grave y no podíamos abandonarles. En estos casos se deben abandonar las rencillas y obrar cristianamente.

– El chico tiene razón –dijo Lina. –Se trataba de una vida. Tú también lo hubieses hecho.

En ese momento llamaron a la puerta, Ana la abrió y entró el Sr. Enríquez con su hija, de la misma edad que los gemelos.

–Venimos a dar las gracias a los chicos – dijo su vecino con emoción – porque sin ellos, probablemente mi mujer, Elisa, hubiera muerto… Navarro, tú y yo nos hemos odiado mucho. Tenemos que aprender la lección que hoy nos han dado tus hijos. ¡Juventud, juventud!... siempre impetuosa y a veces cargada de razón.

Navarro y Enríquez se dieron noblemente las manos en señal de reconciliación…

Elisa se salvó. Y desde entonces las dos familias se trataron con respeto y afecto. Los tres jóvenes se hicieron buenos amigos y cuando se encontraban en misa, respiraban tranquilos, se sentían felices de poder saludarse con esa fraternidad que nos manda el Señor.