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Quién sabe si se enmienda…

Una tormenta se estaba gestando en el horizonte. Esos días habían sido especialmente calurosos en el sofocante verano japonés. Las plantaciones estaban secas y la lluvia sería bienvenida. Sin embargo, la tempestad que se avecina se presentaba amenazadora. Y lo que pasaba en la naturaleza parecía simbolizar lo que ocurría con la familia Shinju…

Pertenecía a un antiguo linaje de comerciantes de perlas, conocido en todo el país por su honestidad. Akira Shinju era un eximio padre y bondadoso con sus empleados, pero cuando era necesario sabía ser justo y severo. Presidía la sociedad familiar que cultivaba las famosas perlas, y era querido por todos. Su esposa, Kazumi, no se dejaba vencer en generosidad, sobre todo con los más miserables. Residían en una casa palaciega heredada de sus antepasados, que era el orgullo del matrimonio.

No obstante, una sombra se cernía sobre la familia…

Aunque el clan Shinju era muy numeroso, Akira y Kazumi sólo tenían un hijo, Fumiko, a quien le habían dedicado todo su cariño, esforzándose mucho para llevarle por buen camino. Más que maestros, tenía en sus padres un ejemplo a seguir. De niño, se podía decir que nunca dejaría de ser un digno miembro de su estirpe: dedicado y obediente, su alegría estaba en adivinar la voluntad paterna y cumplirla incluso antes de que recibiera alguna orden.

Infelizmente, el muchacho iba creciendo en altura, pero no en virtud… Su madre empezó a darse cuenta, desconsolada, que su comportamiento se distanciaba día a día de las sendas de la rectitud. En casa se volvió silencioso e indiferente. En varias ocasiones intentó abrirle los ojos sin lograrlo.

El trayecto de la tibieza a la maldad no fue muy largo. Se juntó con malas compañías, su alma se debilitó y se hundió poco a poco en el vicio.

Esa mala conducta le atrajo la enemistad de toda la familia. Los Shinju, que siempre se habían sentido ufanos de su historia y eran muy respetados, veían su nombre manchado por uno de sus miembros. Era necesario hacer algo urgentemente. Akira estaba serio; sabía que el castigo era merecido. Se lo había advertido a su hijo, pero éste se reía diciendo que el que mandaba en casa ahora era él. Su anciano padre, afirmaba, se había vuelto incapaz de administrar los bienes y actuaría mejor si lo dejase en paz. ¿Quién iba a dudar entonces de la necesaria corrección ejemplar?

Para ello fue concertado un encuentro al que asistirían todos los miembros de la familia, a excepción del culpable, para decidir qué hacer con el joven. El día señalado se reunieron en la casa de Akira, que tan buenos recuerdos despertaba en todos. ¡No era posible que hasta ese mismo venerable edificio se convirtiera en herencia de aquel ingrato! ¡Eso ya sería demasiado! Todos fueron unánimes al tomar una drástica decisión: expulsarían a Fumiko de la familia y lo despojarían de todos sus privilegios, riquezas, negocios, e incluso de su nombre. Llamarían a un notario y elaborarían el documento de desheredación.

Los Shinju no se dieron cuenta de que en el piso de arriba, espumando odio, alguien les estaba escuchando… y rumiaba una venganza.

A la semana siguiente todos fueron a la notaría para poner en práctica lo que habían planeado. Satisfechos porque se haría justicia, se sentaron alrededor de la mesa del salón donde se firmaría el documento. El joven, sin ser visto, lo observaba todo detrás de las cortinas, pensando en la mejor manera de descargar su ira…

Solemne y silenciosamente, el papel iba de mano en mano. Todos estaban serios, conscientes de la gravedad del acto. Además, sabían que para Akira y Kazumi ése no era un momento fácil. Ambos se encontraban en un extremo de la mesa, ella a la derecha de su esposo, y serían los últimos en firmar. Por fin, les entregan el documento y… para sorpresa de todos, Kazumi se levanta y se pone de rodillas ante su marido.

‒  ¡Oh desdichado padre ‒exclamó‒, qué justa e irremediablemente firmas la condenación de tu propio hijo! Sé que se merece el castigo por su comportamiento deshonesto, pero ten pena de una pobre madre que gime por su hijo.

¿Quién sabe si todavía se enmienda? Si no puedes darle esa oportunidad sin envilecer la buena reputación de nuestra familia, la pido para mí, que soy su madre. Lo que jamás le concederías a él, a mí no me lo puedes negar.

Fumiko, desde su escondite, tembló al escuchar la voz de aquella a quien tantas veces había hecho oídos sordos. En su alma se libraba una batalla entre el bien que aún existía latente y el mal que imperaba… ¿Dudaría dejarse llevar por la misericordia de su madre, prefiriendo las pasiones que lo arrastraban hasta el momento? En el salón reinaba un silencio sepulcral y Kazumi esperaba afligida la decisión de su esposo.

Calentado por el sol de la bondad materna, el corazón de piedra del joven se transformó en corazón de carne. Salió de detrás de las cortinas, se arrojó a los pies de sus padres y llorando dijo:

‒ Padre, ya no merezco ser llamado hijo tuyo. Me iré lejos para que mi presencia no manche el buen nombre de los Shinju. Pero no quiero hacerlo sin oír antes de tus labios que he sido perdonado.

Los tres se abrazaron emocionados. El joven Fumiko continuó en la casa paterna, cambió completamente de vida y, más tarde, sucedió a su padre en los negocios y se convirtió en la perla de la familia.

Una cosa parecida ocurre con algunos de nosotros. Nos volvemos unos hijos rebeldes y pecadores y durante largo tiempo permanecemos sordos a la voz de la gracia. Pero en un determinado momento de nuestra vida, la Virgen pide clemencia a Dios por nosotros y Él suspende el justo castigo que nos había preparado, dándonos una oportunidad más. Agradezcámosle a María ese incalculable beneficio y sigamos el camino del bien y de la virtud al que nos conduce la Madre de Misericordia.

(Tomado de la Revista “Heraldos del Evangelio”)