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¿Por qué existe el mal?

Por qué, si Dios es bueno, permite el mal? Es la cuestión que se encuentra en la base del pensamiento de muchos fundadores de religiones y sistemas filosóficos, como Buda: de la consideración sobre la existencia del mal y el dolor y cómo anularlos, nacen las llamadas “cuatro nobles verdades”. Y es lo que muchos hombres plantean a los sacerdotes, especialmente cuando acaban de ser golpeados en su vida personal por algún acontecimiento duro.

San Agustín y Santo Tomás

San Agustín de Hipona (354- 430) quiso dar respuesta a estos interrogantes en su tiempo, sobre todo frente al maniqueísmo, que era una doctrina filosófico-religiosa importante y a la que se adhirió en su juventud. El maniqueísmo bebía del dualismo del pensamiento de Zoroastro o Zaratustra y de la religión mazdeísta persa, que considera la existencia de dos principios divinos: Ahura-Mazda u Ormuz como principio del bien y Ahrimán como principio del mal. A partir de aquí, el dualismo mazdeísta viene a ofrecer una visión de la historia humana, ya que contrapone los pueblos del bien, de agricultores sedentarios y ganaderos civilizados, y los pueblos del mal, de nómadas ladrones y saqueadores.

El dualismo, evidentemente, supone una explicación fácil para la grave cuestión del origen del mal. Sin embargo, no satisfizo a San Agustín en su proceso de discernimiento de la Verdad: comprendió sus limitaciones y encontró una respuesta bastante más convincente en el platonismo, ya que éste entiende que el mal en sí mismo no tiene ser y no es, por tanto, más que una privación del bien. Luego, con su conversión al cristianismo, el santo de Tagaste llegaría a hacer una exposición mucho más completa del asunto, gracias en buena medida a la clarificación de muchos puntos a partir de la lectura de la Biblia.

Siglos más tarde, Santo Tomás de Aquino (1224-1274) combatiría nuevamente con fuerza e dualismo maniqueo. Entonces era promovido por los herejes cátaros o albigenses, así llamados por tener una presencia muy notable en la región de Albi, al sur de Francia. El término “cátaro”, tomado del griego, designaba “puro”, ya que los integrantes de la secta así se consideraban a sí mismos. Ya antes, otros teólogos como la abadesa benedictina Santa Hildegarda de Bingen y el abad cisterciense San Bernardo de Claraval habían combatido el catarismo en partes de Francia y de Alemania.

La bondad del ser

Para comprender adecuadamente qué es el mal, habrá que entender previamente qué es el bien y su identificación con el ser. En efecto, para hablar del bien y del mal, es fundamental partir de la contestación a la pregunta: ¿hay cosas buenas o malas por naturaleza en su ser original?

A este respecto, en el capítulo 18 del tratado De vera religione, San Agustín ofrece un pasaje breve, pero profundo y muy rico, en el que expone su doctrina fundamental acerca del ser y de la obra creadora de Dios: “Pero me objetas: ¿Por qué desfallecen las criaturas? Porque son mudables. ¿Por qué son mudables? Porque no poseen el ser perfecto. ¿Por qué no poseen la suma perfección del ser? Por ser inferiores al que las creó. ¿Quién las creó? El Ser absolutamente perfecto. ¿Quién es Él? Dios, inmutable Trinidad, pues con su infinita sabiduría las hizo y con suma benignidad las conserva. ¿Para qué las hizo? Para que fuesen. Todo ser, en cualquier grado que se halle, es bueno, porque el sumo Bien es el sumo Ser. ¿De qué las hizo? De la nada”.

San Agustín parte aquí del primado del ser y distingue con claridad el ser creado y el Ser supremo y perfecto de Dios. El Aquinate dirá que “la razón de ser va incluida en la perfección de todas las cosas, puesto que en tanto son perfectas en cuanto tienen alguna manera de ser” (Summa Theologiae, I, q. 4, a. 2. Y San Agustín, según hemos visto, afirma que “todo ser, en cualquier grado que se halle, es bueno, porque el sumo Bien es el sumo Ser”. También el Doctor Angélico definirá a Dios como sumo Ser, “el mismo Ser subsistente”, e identificará el bien y el ser: “Todo ser es bueno, en la medida que es ser” (S. Th., I, q. 5, a. 3).