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Obediencia y humildad

Vida de San Antonio

La obediencia la empezó a ejercitar en sus primeros años de vida, siendo obediente a sus padres y desde luego a lo que Dios le iba mostrando para forjar su vida. Su decisión de entrar en el Monasterio de San Vicente de Fora de los Canónigos Agustinos es una confirmación de su decisión de seguir los pasos que Dios le iba marcando para su vida, aunque esta decisión de seguir la vida religiosa encontrara una cierta oposición en la familia, que pensaba que, por su posición social debía aspirar a un papel de relevancia en la sociedad portuguesa.

La vida religiosa exige un gran espíritu de obediencia, ya que la disciplina conventual, ordenada según la regla de la orden, así lo requiere.

La humildad

La discreción fue una característica de San Antonio, que se refleja en primer lugar en esa vida monástica dedicada al estudio y a la oración, tanto en San Vicente de Fora, como en el Monasterio de la Santa Cruz de Coimbra. Años después, ya como fraile menor tuvo empeño en marchar de misionero a Marruecos, una idea fija en su corazón desde que vio llegar a Coimbra los cuerpos de cinco frailes menores, martirizados en Marruecos.

La enfermedad le obligó a abandonar Marruecos de regreso a Portugal, aunque los planes que Dios tenía para Antonio eran otros; una tempestad dejó la nave a la deriva y la llevó a Sicilia, donde los frailes menores le ayudaron a reponerse de su enfermedad y de los sufrimientos de la travesía. Antonio aceptó todo con resignación.

La providencial convocatoria por San Francisco de Asís de un capítulo general de la Orden, en 1221, a finales de Mayo, le permite asistir al capítulo general de la Orden en Asís, lo que dio pie a que Antonio conociera al fundador de los frailes menores, del que hasta entonces solo había oído hablar a sus compañeros de convento.

En Junio se retira al eremitorio de Monte Paolo, cerca de Forli en la Emilia-Romaña; fue en esta región, en Octubre 1222, donde empezó su predicación pública, aunque todavía no se habían descubierto sus dotes de oratoria y conocimiento de las Sagradas Escrituras.

Sus dotes no estaban destinadas a permanecer ocultas. Al celebrarse una ordenación sacerdotal en Forli, los candidatos franciscanos y dominicos se reunieron en el convento de los Frailes Menores de aquella ciudad. Seguramente a causa de algún malentendido, ninguno de los dominicos había acudido preparado a pronunciar la acostumbrada alocución durante la ceremonia y, como ninguno de los franciscanos se sentía capaz de llenar la brecha, se ordenó a Antonio, allí presente, que fuese a hablar y que dijese lo que el Espíritu Santo le inspirara. El joven obedeció y su improvisado discurso fue escuchado con emoción y asombro, a causa de la elocuencia, el fervor y la sabiduría de que hizo gala el orador.

En cuanto el ministro provincial tuvo noticias sobre los talentos desplegados por el joven fraile portugués, lo mandó llamar a su solitaria ermita y lo envió a predicar por la Romaña. Antonio pasó de la oscuridad a la luz de la fama y obtuvo, sobre todo, resonantes éxitos en la conversión de los herejes, que abundaban en el norte de Italia, y que, en muchos casos, eran hombres de cierta posición y educación, a los que se podía llegar con argumentos razonables y ejemplos tomados de las Sagradas Escrituras.

Por estas mismas fechas San Francisco, que en los comienzos de la Orden había sido reacio a que sus frailes dedicaran tiempo al estudio, modificó sus planteamientos, nombró a Antonio Maestro de Teología y le encargó la formación de los frailes menores. La preparación que Antonio tenía, fruto de sus estudios en su juventud, con los Canónigos Agustinos, en Lisboa y Coimbra, Dios los iba a aprovechar, ahora, en Italia para formar a los frailes menores.

Fidelidad

Las virtudes de obediencia y humildad hicieron que Antonio estuviera siempre dispuesto a atender las indicaciones de sus superiores, lo que le llevó a dedicarse con intensidad al apostolado y la predicación, lo que le hizo famoso, por su espíritu pacificador, al tiempo que enérgico, cuando tenía que enfrentarse con los herejes.

Su fama de predicador hizo que el Papa Gregorio IX le llamara a Roma (1228) para predicar en la Basílica de San Juan de Letrán. Posteriormente, el Papa le pidió que escribiera los Sermones dominicales.

Su fama es tan grande que en Junio de 1230 asiste en Roma al Capítulo General y le Papa Gregorio IX le llama para arbitrar en la interpretación de la regla de los franciscanos.

En verano regresa a Padua, donde predica y escribe los “Sermones de las solemnidades”.

Comité de Redacción