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Mirando hacia el pasado con esperanza

La cuestión ha estado siempre ahí pero, sin duda, para nosotros el tema se ha planteado con especial radicalidad desde la Ilustración. Hay una serie de hechos, que marcan nuestro presente y nuestro futuro, que no podemos olvidar.

En 1755, el terremoto de Lisboa se convirtió en el símbolo de la crisis de la fe ante la razón ilustrada. Poco antes, Leibniz pregonaba que vivimos en el mejor de los mundos posibles, ya que Dios, siendo infinita bondad y omnipotencia, no podía crear un mundo malo o menos bueno del posible. Luego, necesariamente, el mundo debía ser perfecto en su conjunto, aunque nosotros no pudiéramos captarlo. Leibniz se enfadaba con Alfonso X el Sabio, rey de Castilla, cuando este afirmaba que si el creador le preguntara su opinión, le daría buenos consejos acerca de la creación. El contraste entre la realidad del mundo, tal y como lo percibimos, y la creencia en un Dios bueno y omnipotente, llevó a Leibniz a negar nuestra comprensión de la realidad en favor de una fe racional que sólo se podía mantener desde la apelación al misterio y a lo limitado de nuestra razón finita. El credo quia absurdum est, defendido por Tertuliano, resurgía en el contexto del sacrificio del intelecto en función de la fe. Hay que negar la imperfección del mundo, porque lo exige la fe, no importa que con eso se renuncie a la razón y a preguntar críticamente a la teología.

Cuando encontramos algún dato empírico, histórico o físico, que impugna la perspectiva de la creencia religiosa no se revisa esta, que podría ser falseada, sino que se niegan los hechos o se crea una hipótesis ad hoc para mantener inalterable el postulado teológico. Trata de ver las cosas con los ojos de Dios, más que desde la perspectiva humana, sin percatarse que la pretendida interpretación divina es humana, como diría Nietzsche y que, a la larga, no se puede mantener una comprensión religiosa que choque con la razón (Kant).

Esto es lo que ocurrió con el postulado de Leibniz acerca del mejor de los mundos posibles. Cayó por tierra con el terremoto de Lisboa que marcó el siglo XVIII. A partir de ahí, no sólo retrocedió el esfuerzo por conciliar la fe y la razón, el intento kantiano de una religión dentro de los límites de la razón, sino que se denunció la perversión de la fe. Había que justificar a Dios ante el tribunal de la razón, reconciliar el mal con la afirmación cristiana de la paternidad del Dios bueno. Al derribarse el optimismo fideísta de Leibniz sobre la creación, arrastró en su caída la fe en un Dios Padre omnipotente y creador bondadoso. Voltaire, constató la irracionalidad de que sacrifique el intelecto a la mayor gloria de Dios: Sólo tenemos una pequeña luz para que nos oriente, la razón. Viene el teólogo, dice que alumbra poco y la apaga.

Son muchos los que, como Voltaire, prefieren quedarse con su razón, sus preguntas y dudas, antes que aferrarse a una religión que, a veces, ofrece respuestas por las que casi nadie se pregunta Robinson[1],  y no responde a las búsquedas y averiguaciones humanas. Mucho más, si las respuestas que se ofrecen son irracionales, poco plausibles y con escasa capacidad de argumentación y de convicción, como desgraciadamente ocurre en algunas situaciones actuales.

 

[1]   Cf.,, J. A. T.  ROBINSON, Sincero para con Dios, Barcelona 1967,  233 pp., obra que causó un fuerte impacto cuando fue publicada.