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Los siete Macabeos

Los siete Macabeos

Entre los que padecieron un glorioso martirio en esta cruel persecución, cuéntase un anciano llamado Eleazar y una madre con siete hijos, apellidos Macabeos. Era Eleazar un anciano de noventa años, admirado de todos por su sabiduría. Llevado a la presencia del rey, se le quería forzar a quebrantar la ley del Señor, y hasta llegaron a abrirle la boca para que comiese carne prohibida por la ley. Pero él contestó:

-No es digno de mi edad fingir y dar escándalo a los jóvenes, los cuales dirían que Eleazar prevaricó a los noventa años, pasando al paganismo. Si yo siguiese vuestro consejo, me libraría de los suplicios de los hombres, pero la mano del Omnipotente no me libraría, ni vivo ni muerto.

Dichas estas palabras, fue llevado inmediatamente al suplicio, donde, después de padecer crueles tormentos, murió gloriosamente, dejando un raro ejemplo de fortaleza y virtud que fue, más tarde, seguido por otros.

Martirio de los siete Macabeos

El ejemplo de Eleazar fue imitado por una familia conocida comúnmente bajo el nombre de los siete Macabeos. Antíoco puso por obra toda clase de crueldades para hacerles prevaricar. Mandó, ante todo, que les presentaran carne vedada, bajo pena de muerte si no la comían. Aquellos valientes jóvenes, aunque fueron azotados con varas y nervios, mostráronse constantes en el padecer, el mayor de ellos protestó, en nombre de sus hermanos, que estaban dispuestos a morir antes que cometer culpa alguna. Encendido de enojo ordenó el rey que se cortara la lengua al que había osado hablar de esta manera, que se le arrancara la piel de la cabeza junto con el cabello, que se le cortaran las extremidades de las manos y de los pies y que el cuerpo, de tal suerte mutilado, fuese puesto en una olla de cobre hecha ascuas, en presencia de su madre y hermanos. Con igual género de martirio murió el segundo, y al exhalar el último suspiro, se volvió al rey y le dijo: -Tú nos haces perder la vida presente, pero nos dará otra aquel Dios por cuya ley nos sacrificamos.

Hicieron ir al tercero y le mandaron que sacase la lengua y extendiese las manos. Obedeció sin tardanza y dijo:

-Entrego con gusto estos miembros que me ha dado Señor, porque espero recuperarlos. De igual suerte fueron sacrificados, uno tras otro, el cuarto, quinto y sexto, prediciendo todos ellos al tirano que  Dios le atormentaría como él les atormentaba a ellos.

Todos los circunstantes y hasta el mismo rey estaban admirados de la constancia y valor de aquellos jóvenes que no daban importancia alguna a los más crueles tormentos.

Martirio del más joven y de la madre

De los siete hermanos aún quedaba el más joven. Antíoco, viendo que nada podía conseguir con amenazas, quiso emplear con el último, halagos y promesas. Empezó por agasajarle prometiéndole riquezas y felicidad si abandonaba su ley; pero el intrépido joven se mostró tan insensible a las promesas como a las amenazas. Entonces el rey dijo a la madre que tratase de persuadir a su hijo a que obedeciese sus órdenes. Pero ella, mofándose del tirado le dijo en lengua hebrea a su hijo:

-Hijo mío, ten piedad de mí que te he criado y educado. No seas menos que tus hermanos, no temas a ese verdugo. Teme y confía sólo en Dios. Él te dará la recompensa.

Animado el hijo con estas palabras exclamó:

-No obedezco al rey, sino a la ley; y tú –dijo al tirado- no te librarás de la mano de Dios todopoderoso. Tiempo vendrá en que, herido por Él y vencido por la acerbidad del dolor, confesarás que eres hombre. Si nuestro pueblo no hubiera pecado contra Dios, no habríamos caído en esta desgracia; pero confío en que, aplacado Dios, dentro de poco, por mi sangre y la de mis hermanos, se reconciliará con nuestro pueblo, y, a nosotros, después de una muerte sufrida, con entereza, nos dará la vida eterna.

Antíoco, que estaba ya fuera de sí y hecho una furia, al verse despreciado de ese modo, mandó que este último hermano fuese atormentado más cruelmente que todos los otros. Por último, la madre, mujer fuerte y digna de eterna memoria, después de haber exhortado a sus hijos a dar la vida por la ley de aquel Dios que se le había dado a ellos, con una muerte igualmente cruel. Mezcló su sangre con la de sus hijos. (Año del mundo 3837)

Estos ilustres mártires de la antigua ley fueron el modelo de los innumerables héroes de la Iglesia de Jesucristo que alcanzaron la palma del martirio.