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Los excluidos

 

Al andar, se nota cómo entra el agua, primero por la gabardina, después, por la chaqueta y los pantalones. La humedad me penetra hasta los huesos mientras noto como el agua resbala por mis piernas. Acodado a la salida de la estación, en medio de la tormenta, un hombre de mediana edad esgrime una pancarta, medio borrada por la lluvia, mientras lucha, indefenso, contra el aguacero.

- Dadme una limosna, necesito dar de comer a mis dos hijos.

La gente hace como que no le viera, como si fuera invisible. Me detengo un instante, pienso que nadie que no necesite, perentoriamente, la ayuda, aguantaría, estoicamente, el aguacero. Intento convencerme, “seguro que pertenece a una de esas mafias de la mendacidad… y, decidido, sigo mi camino. Algo me remuerde. Sus palabras vienen a mi mente: “Haced el bien, dad prestado sin esperar nada”.[1]

 

Sigo adelante, cada vez que una persona es expulsada por el “Sistema”, todos fracasamos. Debemos ser conscientes de que el mayor fiasco de nuestra Sociedad, el excremento más doloroso de la crisis que padecemos, es el permanente crecimiento del número de los excluidos. Si acostumbramos a pasear a primera hora de la mañana por las calles más céntricas de nuestra ciudad, veremos salir de las cabinas de los cajeros automáticos, de los portales, de los soportales, de los huecos de los edificios, un buen número de hombres y mujeres con el rostro ausente y cubierto de arrugas, los ojos perdidos y el andar, despacioso y cansino. Es, como si acabaran de cumplir mil años, como si fueran extraños mensajeros del mal. Son el ejército de los excluidos. Hace, todavía, poco tiempo, eran nuestros vecinos, trabajaban junto a nosotros, sufrían, gozaban, se divertían como nosotros, un mal día, traspasaron el umbral, la fina línea que separa la frontera de nuestro mundo del suyo. Todos desean regresar, aunque, algunos, hace tiempo perdieron la esperanza.

 

Una mala relación sentimental, el abuso del alcohol, una separación traumática, una incursión veleidosa en el mundo de las drogas, el cierre de la empresa en la que trabajaron, abrió paso a su miseria. Primero, fueron las deudas, luego, la desesperación, el desahucio y la muerte civil. Ya no hay futuro para ellos, expulsados de su entorno, se ven obligados a vivir de la caridad pública.

-No me llega para calentar mi casa. Mi pensión no puede hacer frente a mis gastos.

Hace frío, el invierno ha llegado de repente. No deja de llover y la humedad empapa el aire. La niebla no es romántica. No hay misterio, sólo humedad. La asistencia social no es capaz de hacer frente al creciente número de los sin techo.

-Mi perro se ha puesto enfermo. El veterinario me ha cobrado doscientos euros por el tratamiento. No tengo dinero para comer en lo que queda de semana. -Para ella, es su único amigo. El único con quien puede hablar. Pero. Él también es viejo. Su mirada ha perdido el brillo amable que tenía, se está dejando morir. Ella lucha, sabe que su lucha es imposible, pero no quiere resignarse. Poco a poco ha ido perdiendo a quienes le rodeaban, los que le daban calor humano, ya sólo queda él. ¿Qué razón existe para vivir de esta manera? Y la voz vuelve a sonar:”Por eso, todo lo que queráis que os hagan los hombres, hacedlo vosotros con ellos: esta es la Ley de los Profetas”.[2]

La calle es peligrosa, la gente que deambula por ella tiene familia, pero, por muchas razones, o no quiere o no puede ayudarles, ellos también tienen problemas.

Quieren salir de la situación en la que se encuentran, pero, muchas veces, la “cosa” no va de buscar, va de llegar en el momento oportuno y hacerse con la oportunidad. La justicia no tiene nada que ver con la fortuna. Caminan rodeados de un escudo negro, un escudo de pena, de hostilidad, de desesperanza. Carecen de ilusión, se la robó la vida. Amaron, pero hace tanto tiempo que ya no lo recuerdan. “Por lo cual, te digo: Se le han perdonado sus muchos pecados, porque amó mucho”.[3]

-Perdí mi trabajo, me separé de mi mujer. Tenía que pasarle una pensión, con el paro no se puede hacer frente a tus obligaciones.

Cada día, cuando me levanto, pienso que ahí fuera hay una oportunidad esperándome, que mi actual realidad se esfumará como un mal sueño y volveré a ser una persona normal. A medio día, hambriento y cansado de peregrinar por oficinas de empleo y empresas, me escondo en el parque, mi parque, el mismo en el que solía soñar con el brillante futuro que me aguardaba. Ya no me quedan lágrimas para llorar, ni ganas para soñar. A veces, me gustaría dormirme para no despertar jamás. La muerte es lo menos malo que me puede traer el futuro.

El día está cayendo, la lluvia sigue cayendo con fuerza, parece que ha amainado el viento. Aún no son las ocho de la tarde pero ya ha anochecido. Mucha gente intenta buscar un lugar en el que pasar la noche a sabiendas de que ésta, puede ser su última noche.

“Él, respondiendo, les dijo:”Mi madre y mis hermanos son éstos, los que oyen la palabra de Dios y la ponen en práctica”[4]. ¿Cuántas veces hemos pasado al lado de un mendigo y hemos visto en él a un hermano?

 

[1] Lucas 6; 27ss.

[2] Mateo 7; 12,13, 14.

[3] Lucas 7; 47. Diálogo de Jesús con el fariseo, Simón.

[4] Lucas, 8; 21.

Cada vez que una persona es expulsada por el “Sistema”, todos fracasamos