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Las rosas de Jericó

Era una fría madrugada. Las estrellas brillaban intensamente en el firmamento y la luna proyectaba su luz aterciopelada sobre la ciudad de Belén, envuelta en un profundo silencio. Iluminada por esa tenue claridad, una figura plateada emergía entre las sombras. Era un hombre de edad madura que conducía una mula, sobre la cual cabalgaba con elegancia una joven mujer con un niño pequeño en sus brazos.

Siguiendo el camino que rodeaba internamente las murallas de David, enseguida llegaron hasta una vieja puerta que comunicaba con el exterior. José, el jefe de esa familia, se detuvo un momento y le dijo a María, su esposa:

­-No tenemos tiempo que perder. Si mi señora está de acuerdo, seguiremos adelante sin pausa hasta donde nos sea posible antes que se ponga el sol. Herodes ya ha decretado la muerte de todos los niños de la región y su orden se ejecutará sin demora.

María hizo una profunda reverencia de asentimiento y añadió con noble expresión de tristeza:

- El viaje a Egipto será muy largo. Haced lo posible, mi amado esposo, para que el Niño no sufra durante el recorrido. El camino hasta Jericó es tortuoso y muy árido. Jesús duerme bien protegido por finas mantas. Viajemos con calma, os lo ruego, para que su sueño sea tranquilo y prolongado.

Con virginal delicadeza, Ella levantó el paño que cubría la cara del Niño dormido y ambos lo adoraron en silencio antes de marchar.

Después de unas horas de viaje, el sol se hacía sentir inclemente sobre la arena del desierto. El viento, en vez de dar frescor, levantaba una polvareda abrasadora. La jornada fue ardua: atravesaron yermos valles y colinas carentes de vegetación, bordeadas por adustas rocas. En determinado momento, el camino empezó a descender y a lo lejos se divisaba Jericó, cual oasis de verdor y fertilidad.

La vista de la histórica ciudad le recordó a María el milagro que el Altísimo obró allí: las trompetas de Josué derrumbaron sus murallas y dieron la victoria al pueblo judío. Habían pasado muchos siglos desde entonces, cuando durante siete días rodeaban esas paredes macizas, con los sacerdotes al frente, llevando el Arca de la Alianza.

Jericó recibía ahora, sin embargo, no ya las huestes de Josué sino a Dios hecho hombre, presentándose como un tierno niño sentado en el regazo de su madre… ¡Cuán profundos eran todos esos misterios!

Cuando llegaron ya había atardecido. Las puertas de la ciudad estaban cerradas y seguramente no se abrirían para acoger a una familia de humildes viajeros… Entonces José decidió que descansaría por allí mismo, a la vera de un palmeral. El terreno era árido, pero no estaba lejos del Jordán, lo que les facilitaba la obtención de agua para refrescarse.

La puesta del sol, en ese momento adquirió deslumbrantes coloridos. A medida que el cielo iba alternando del celeste al lila, del lila al dorado y del dorado al azul, la naturaleza parecía regocijarse. Al contrario de lo que sería natural, los campos que circundaban Jericó reverdecían conforme las luces se hacían más tenues. Las flores crecían en pleno crepúsculo, aún cantaban los pájaros y una suave brisa, esta vez fresca y reconfortante, movía el dorado cabello del Niño Jesús, que se complacía batiendo sus manitas y sonriendo alegremente.

Cuando José eligió el lugar para el descanso, María se dispuso a bajar de la montura. Cogió a su hijo con delicadeza y al apoyar el pie en el suelo reseco sintió un agradable y suave frescor. En el sitio exacto donde había pisado creció un montículo de delicadas hojas verdes que parecía darles, a ella y al Niño, la bienvenida a aquellas tierras. Otros similares despuntaban graciosamente por la zona escogida por José para acampar.

¿De dónde habían salido esas pequeñas plantas de un verde tan elegante y brillante? Algunos minutos atrás, en ese suelo blancuzco no existía la mínima señal de vida. Allí tan sólo había unas bolas rugosas de hojas secas, traídas por el viento de no se sabe dónde. Eran las llamadas rosas de Jericó, misteriosas plantas que, aunque pueden aparentar estar muertas durante años, son capaces de renacer al entrar en contacto con el agua.

Lo que ahí ocurrió, no obstante, fue algo extraordinario. Ávidas por rendir homenaje a su Creador -se diría que indignadas por la crueldad de Herodes-, las plantitas se apresuraron en revivir para acoger, con lozanía, a Dios Encarnado y a su Santísima Madre. Y durante toda la vida terrena del Salvador, continuaron marcando con su frescor el lugar donde la Sagrada Familia había descansado aquella noche, como testimonio de la alegría de la naturaleza por la venida de Dios a este mundo.

Pero los años pasaron y Jesús expiró en la cruz, entregándose al Padre como víctima por nuestros pecados. Entonces, las rosas de Jericó se secaron y murierón con Él. Y cuando, después de tres días. Cristo resucitó triunfando sobre la muerte y abriéndonos las puertas del Cielo, renacieron con Él aquellas sencillas plantas, simbolizando el gozo de la naturaleza por la Resurrección del Señor.

Desde ese día, las rosas de Jericó se convirtieron en un hermoso símbolo del alma que deposita su confianza en Dios. Por el Bautismo nace el alma para la vida divina, brotando a los pies de María, Medianera de todas las gracias; más tarde, se desarrolla, produce lo mejor de sí misma y alcanza su plenitud, antes de caer en las garras de la muerte, implacable enemiga del ser humano. En esa hora de aparente derrota es cuando todo está por recomenzar, pues la gracia depositada en su interior se transforma en germen de gloria, que brillará resplandeciente cuando su cuerpo resurja en el último día. Entonces se verá la realización de las palabras del Salvador: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá…” (Jn 11, 25).   

(Tomado de la Revista “Heraldos del Evangelio”)