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La Pasión de Cristo

Levantemos, pues, nuestros ojos y “miremos al autor de nuestra salvación, Jesús” (Heb. 12, 2). Consideremos a nuestro Señor, colgado en la cruz y fijado con clavos. Pero, ¡ay de mí! Dice Moisés: “Tu vida estará como pendiente delante de ti; y no tendrás seguridad de tu vida” (Dt. 28, 66). No dijo “vida viviente”, sino “vida pendiente”. ¿Y para el hombre hay algo más querido que la vida? La vida del cuerpo es el alma; y la vida del alma es Cristo. Entonces, ¿por qué no padeces y no compadeces? (...) Él está pendiente delante de ti para invitarte a sufrir junto con Él, como está escrito en las Lamentaciones:

“¡oh vosotros, que transitáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor!” (1, 12).

Por cierto, no hay dolor semejante a su dolor. En efecto, aquellos a los que redimió con un dolor tan grande, los ve también perderse con tanta facilidad. Su pasión fue suficiente para la redención de todos; ¡y he ahí que casi todos tienden a la condenación! ¿Y qué dolor podrá ser como este dolor? A este dolor casi nadie presta atención; más bien, ¡ni siquiera se lo conoce! Por esto también nosotros debemos temer muchísimo que, como dijo al principio: “Me arrepiento de haber creado al hombre” (Gen 6, 7), así diga ahora. “Me arrepiento de haberlos redimido”.

Si alguien trabajara asiduamente todo el año en su campo o en su viña y después no recibiera ningún fruto, ¿no se afligiría? ¿No se arrepentiría de haber trabajado inútilmente? Dios mismo dice por boca de Isaías: “¿Qué más pude hacer por mi viña, que no haya hecho? Esperaba que diese uvas, pero sólo dio racimos amargos”. ¡He ahí, el dolor! “Esperaba rectitud a través de la penitencia, pero solo hubo iniquidad; esperaba justicia para con el prójimo; en cambio, se oye el grito de los oprimidos” (Is. 5, 7). ¡He

ahí, qué fruto ofreces a tu Cultivador, viña maldita, digna de ser desarraigada y quemada! No sólo se comportan inicuamente delante de Dios, sino que también gritan ante el prójimo, o sea, pecan públicamente.

Tu vida pende delante de ti, para que, en ella, como en un espejo, te examines a ti mismo. Allí podrás constatar que tus heridas habían sido mortales y que ninguna medicina habría podido curarlas, sino la sangre del Hijo de Dios. Si analizas atentamente, allí podrás descubrir qué excelsas son tu dignidad y tu nobleza, si por ti se pagó un precio que supera toda estimación. Jamás podrá un hombre descubrir mejor su dignidad que frente al espejo de la cruz. Él te mostrará a ti cómo debes bajar tu orgullo, mortificar la lascivia de tu carne, orar al Padre por los que te persiguen y encomendar en sus manos tu espíritu.

En cambio, nos sucede a nosotros lo que dice Santiago: “Si uno es sólo oidor de la Palabra y no ejecutor, puede ser comparado a un hombre que observa su rostro en el espejo. Apenas se observó, se va y en seguida olvida lo que era” (1, 23- 24), o sea, en qué estado se había visto. Así también nosotros miramos al Crucificado, en el cual consideramos la imagen de nuestra redención.

Quizás, esta consideración producirá en nosotros algún sufrimiento, o muy poco. En seguida, cuando apartamos nuestra mirada, nos alejamos también con el corazón y retornamos a la risa. En cambio, si sintiéramos las ardientes mordeduras de las serpientes, o sea, las tentaciones de los demonios y las heridas de nuestros pecados, entonces fijaríamos nuestros ojos en la serpiente de bronce, para poder seguir viviendo. ¿Pero no creerás en tu vida que dice todo el que cree en El, no perecerá, sino que tendrá la vida eterna?” (Jn. 3, 15). Ver y creer es lo mismo, porque cuanto crees, otro tanto ves, Pues bien, cree con fe viva a tu Vida, para vivir con El que es la Vida por los siglos de los siglos.

Sermón moral

“El madero dio su fruto”. Vamos a ver el significado moral de estos tres elementos: el madero, la higuera y la vid.

Se debe recordar que en el paraíso terrenal había tres especies de árboles: la primera especie era aquella con la cual Adán se nutría; la segunda era la de la vida; y la tercera era la del conocimiento del bien y del mal. Dice el Génesis: “El Señor Dios hizo germinar de la tierra todo tipo de árboles agradables a la vista, deliciosos para comer; el árbol de la vida en medio del paraíso y el árbol de conocimiento del bien y del mal” (Gen. 2, 9).

En la primera especie de plantas está simbolizada la honestidad de la vida, en la segunda la pureza de conciencia y en la tercera la sagacidad del discernimiento.

La honestidad de la vida es bella y agradable, porque no admite nada innoble en el obrar, nada indecoroso en el hablar y nada indecente en los gestos y en los impulsos; y así con los trazos de su belleza recrea la vista del prójimo y dulcifica el paladar de su mente. Dice el Cantar: “Hermosa eres, amiga mía, amable y espléndida como Jerusalén” (Cant. 6, 3), nombre que significa “pacífica” e indica la vida honesta, que lleva la paz y la tranquilidad a todos los miembros.

La pureza de la conciencia es el árbol de la vida, que, como se lee en los Proverbios, “es árbol de vida para los que la conquistan; y el que la guarda, será feliz” (Prov. 3, 18). ¡He ahí el paraíso, cuya etimología es “sitio cerca del Señor”! ¿Y qué hay de más cercano a Dios que la conciencia pura, que la esposa cerca del esposo? Dice Job: “Colócame cerca de ti, Señor; y, después, ¡la mano de cualquiera pelee contra mí! “ (Job 17, 3).

Igualmente, el árbol del conocimiento del bien y del mal simboliza el discernimiento. Esta es la verdadera ciencia. Sólo ella sabe el saber, sóla ella hace sabios, para que sepan discernir entre lo puro y lo impuro, entre la lepra y la no lepra, entre lo vil y lo precioso, entre lo luminoso y lo tenebroso, entre la virtud y el vicio. El discernimiento consiste en ponderar las cosas y en comprender a dónde se dirigen.

Por consiguiente, de cualquiera de estas tres clases de árboles podemos decir: “El árbol dio su fruto”. El árbol de la vida honesta produce en el prójimo el fruto de la edificación; el árbol de la pura conciencia produce el fruto de la contemplación en Dios; el árbol del

discernimiento produce en ti mismo el fruto de la bondad.

“La higuera”, deriva su nombre de la fecundidad (ficus, fecunditas), porque es más fértil que cualquier otro árbol, pues da fruto tres veces al año y empieza a nacer uno cuando el otro está ya madurando.

La higuera simboliza la caridad fraterna, la más fecunda de todas las virtudes, porque corrige al que yerra, perdona al que ofende, sacia al que tiene hambre; y cuando practica alguna obra de misericordia, piensa en otra para llevarla a la ejecución.

“Y la vid”, simboliza la compunción de las lágrimas. Se lee en el Génesis: “Judá atará a la viña su pollino, hijo mío; y atará a la vid su asna. Lavará en el vino sus vestidos y en la sangre de la uva sus ropas” (Gen. 49, 11). El asna es la carne, y el pollino el impulso de la carne. Judá, o sea, el penitente, ata la carne y sus impulsos, para que no anden vagando ni se entreguen al desenfreno; los ata a la viña y a la vid, o sea, a la compunción de la mente, en la que lava su vestido, o sea, purifica su conciencia, y también el manto, o sea, la actividad exterior. “Nos diste a beber el vino de la compunción” (Salm 59,5).

A propósito de la viña y de la higuera, se lee en el primer libro de los Macabeos: “Simón restableció la paz en el país, e Israel saltó de gran gozo. Cada uno se sentaba a la sombra de su parral y bajo su higuera; y nadie les causaba miedo” (14, 11-12).

Simón, que se interpreta “obediente” o también “el que siente tristeza” es figura de Cristo,

que, en su obediencia al Padre, experimentó la tristeza de la muerte. “Mi alma está triste hasta la muerte” (Mt 26, 38). Mientras Cristo lleva la paz a la tierra, o sea, a nuestra carne, triturando los ataques del diablo y las rebeldías de la carne, Israel, o sea, nuestro espíritu, goza de una gran alegría; y así cada uno reposa bajo el parral de la compunción interior y bajo la higuera de la caridad fraterna. Estas dos “plantas”, pues, te dan sus riquezas a ti y

al prójimo. Dígnese concedérnoslas también a nosotros aquel, que es el Dios bendito por los siglos. ¡Amén! _

(Extraido de Sermones Dominicales y Festivos,

tomo II, páginas 2189 a 2099. Publicaciones

del Instituto Teológico Franciscano, Murcia

1995