La cortesía no es solo un acto superficial de educación, sino una expresión concreta del amor fraterno. Ser cortés implica tratar a los demás con amabilidad, paciencia y comprensión, incluso en momentos de dificultad. Es un gesto que refleja la humildad y el reconocimiento de la dignidad del otro.
Cuando practicamos la cortesía desde el corazón, desarmamos el rencor y construimos puentes en lugar de muros. Un gesto amable puede aliviar el enojo, una palabra respetuosa puede calmar el resentimiento y una actitud atenta puede sanar heridas invisibles. Así, la cortesía se convierte en un camino que extingue el odio y preserva el amor.
En un mundo donde la prisa y la indiferencia suelen gobernar, recuperar el valor de la cortesía es un acto de resistencia y de esperanza. Siguiendo el ejemplo de San Francisco, podemos hacer de cada pequeño gesto un reflejo de la caridad cristiana, sembrando paz y fraternidad a nuestro alrededor.