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Jamás se ha oído decir…

Ya era de noche y Gustavo estaba agotado, había sido un día muy duro. No obstante, el cansancio físico del joven no era nada comparado con su lamentable estado espiritual.

Había nacido en un pueblecito, en el seno de una devota familia cristiana. Su padre, un honesto ebanista, murió cuando todavía era un bebé. Desde entonces su madre, Catalina, se había esmerado en educarlo. No escatimaba esfuerzos para que el pequeño llegara a ser en el futuro no sólo un buen profesional, sino ante todo un excelente católico. Todas las tardes al terminar sus tareas se arrodillaba con su hijo a su lado ante la imagen de la Virgen y rezaban juntos, encomendándose a Aquella que, siempre solícita, es la guía que nos conduce al puerto seguro en medio de todas nuestras aflicciones. Era en este ambiente de ánimo y de confianza sin límites en María Santísima, incluso en las angustias más grandes, donde Gustavo iba creciendo.

Sin embargo, cuando estaba en la flor de la juventud el infortunio llamó a la puerta: su madre había enfermado gravemente. Hicieron todo lo posible con los escasos recursos de que disponían para que se recuperase, pero fue en vano. Le había llegado el temible momento de rendir cuentas de su vida a Dios. En sus últimos suspiros le dijo a su hijo, que estaba a la cabecera de la cama desconsolado.

-Hijo mío, Dios me llama en el momento que más me necesitas. Mira, hemos pasado juntos muchas dificultades y en ninguna la Virgen nos ha desamparado. A Ella te confío. Estoy convencida de que hará por ti mucho más de lo que estaría a mi alcance. Pero te pido que me prometas, para que tu pobre madre pueda morir en paz, que no dejarás de esperar en Ella y de recurrir a Ella en cualquier ocasión; y que todos los días, aun cuando estés muy cansado o lleno de ocupaciones, no dejarás nunca de rezar al menos tres Avemarías.

El joven entre lágrimas le aseguró que así lo haría.

Después de recibir los últimos sacramentos y con el nombre de María en sus labios, la buena mujer entregó su alma a Dios.

Le había llegado, pues, al inexperto muchacho la hora de la prueba, del combate que hace del hombre, según sus acciones, un héroe o un villano, un santo o un bellaco. Gustavo tuvo que tomar medidas y ponerse a trabajar para mantenerse. Las últimas palabras de su madre le alentaron y le acompañaron en todo momento los primeros meses de su ausencia, hasta el punto de convertirse en norma de vida.

Pero cuando consiguió una situación estable y las primeras preocupaciones por su sustento se habían disipado, el joven se dejó llevar por la vorágine mundana, haciéndose amigo de gente codiciosa y mezquina. Y aunque su devoción a la Virgen aún vivía algo agonizante en su alma, su vida espiritual se había reducido a casi nada; a casi nada porque al menos tuvo el valor de no abandonar las tres Avemarías.

En esa penosa situación se encontraba cuando una noche al volver del trabajo llegó tan fatigado que sólo pensaba en descansar. Al pasar por delante de la sala sus ojos se detuvieron por casualidad en la imagencilla que no hacía mucho tiempo tanto le tocaba… En ese momento pensó: “Rezar… ¿a estas horas? ¡No, no va a poder ser! Pero… ¿y mi promesa? ¡Bah!, por hoy no pasa nada; tengo tanto sueño…”.

Se tumbó en el sillón y allí mismo se quedó dormido.

María Santísima, no obstante, se compadeció de ese ingrato hijo suyo y en un sueño le hizo ver la desolación que se extendía por toda la Tierra: los mares y los ríos se desbordaban, los volcanes arrojaban fuego y lava, los astros caían del firmamento, las ciudades eran sepultadas, las montañas se fundían en un estruendo ensordecedor y el  hambre, la guerra, las enfermedades, la miseria y la muerte se propagaba por todos los rincones. ¡Era el fin del mundo!

Entonces se escuchó el sonido de una trompeta que llamaba a los que dormían el sueño eterno para que comparecieran al juicio Final. Mientras todos los hombres y mujeres iban acudiendo al valle de Josafat, bajaba el Hombre Dios en una nube de gloria para juzgar a los vivos y a los muertos.

Jesucristo enviaba a unos a la derecha y a otros a la izquierda. Cada uno prestaba cuentas ante el temido Juez de sus propias acciones: los padres eran incapaces de salvar a sus hijos o los hijos a sus padres. Gustavo, aterrorizado, se vio entre los que iban a ser juzgados y percibió de qué lado estaría… Levantó sus ojos en busca de auxilio y divisó a la Santísima Virgen, la cual le miraba seria y disgustaba.

Cuando vio que la siempre tan misericordiosa Madre estaba descontenta con él, cayó en sí y clamó afligido:

‒ ¡Oh Señora, Vos que sois la abogada y el refugio de los pecadores, tened pena de mí! ¡Jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a vuestra protección, implorando vuestro auxilio, haya sido desamparado! ¡No seré yo el primero! ¡Interceded por mí!

De rodillas y llorando se puso a rezar las tres Avemarías que había abandonado. Entonces vio el rostro de la Virgen que se iluminaba con una sonrisa, recogía su oración y la presentaba a su divino Hijo.

De pronto, Gustavo se despertó sobresaltado… El sueño le había causado tal impresión que al día siguiente, por la mañana, notó que su cabello, antes negro como el ébano, se había vuelto blanco como la nieve. Comprendió así que había recibido un aviso de María Santísima para que se corrigiese y volviese al buen camino. Desde entonces hizo penitencia y siguió la vía de la santidad.

 (Tomado de la Revista “Heraldos del Evangelio”)