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Historia de japoneses

Escritor

Alguien del colegio me sugirió que, como iban a venir los padres de Don Akío, que sólo hablaban japonés y francés, sería bueno que María, mi esposa, y yo asistiéramos a los actos, para que esos señores se sintieran más cómodos. También, entre los asistente, había otros francoparlantes.

El caso es que, en efecto, estuvimos hablando con los padres de Don Akío, que nos contaron que ellos, recién casados, recibieron clases de francés de un sacerdote francés que, de paso, entre el “bonjour Monsieur” y el “je vous en prie madame”, les convirtió al catolicismo. Don Akío nació cuando ellos ya eran católicos y fue bautizado.

Además, nos contaron la siguiente historia, que el otro día leí en una revista, prácticamente tal como yo recordaba que la habían contado ellos. Con los datos de la revista he podido concretar fechas y añadir algunos detalles. Ahí va la historia.

En el Japón de San Francisco Javier

En 1549 llegó a Japón San Francisco Javier y, durante varios años, hubo muchas conversiones al catolicismo. Sin embargo, en 1587 el Jefe del Ejército, alarmado por el número de conversiones entre la oficialidad de sus huestes, forzó la expulsión de los misioneros. Poco después hubo una terrible persecución de católicos, entre ellos, los 26 mártires de Nagasaki (3 jesuitas, 6 franciscanos y 17 laicos, entre ellos dos niños de 11 y 13 años); todos fueron bárbaramente torturados, pero se mantuvieron firmes; fueron crucificados el 5 de Febrero de 1587. El Papa Pío IX los canonizó el 10 de Junio de 1862.

En 1630 no quedaba en Japón ningún sacerdote y los japoneses no podían salir de su país ni los extranjeros entrar, para que aquellos no se contaminaran de religiones foráneas. Siguieron las persecuciones.

A mediados del siglo XIX, el Japón empezó a abrir tímidamente sus fronteras y a establecer relaciones diplomáticas con varios países. Se permitió el culto, pero sólo para los extranjeros; para los japoneses seguía la prohibición. A todo esto, las organizaciones misioneras de la Iglesia en Francia sospechaban que en Japón podrían quedar católicos ocultos, pero nadie sabía nada de ellos.

En 1865 se abrió en Nagasaki una iglesia dedicada a los 26 mártires – San Pablo Miki y 25 compañeros. Extrañamente, a la inauguración no asistió ningún japonés.

El resto de católicos

Algunos días después, el párroco francés, de esa iglesia, vio desde su ventana un grupo de personas merodeando alrededor de la misma. Bajó, abrió la puerta y entró. El grupo entró tras él. El párroco se arrodilló para rezar y, al poco tiempo, una japonesa se acercó y le dijo: “Nosotros todos tenemos el mismo corazón que tú”, y se fueron sin más.

Unos días después aparecieron algunos del grupo y le preguntaros al párroco si conocía a una tal Santa María. El párroco les mostró una imagen de la Virgen con el Niño. Los japoneses cuchichearon entre ellos y preguntaron al párroco si en su religión celebraban algo el día 25 del mes frío. Éste les contestó que sí y les explicó la Navidad. Se marcharon.

Esos japoneses que, como luego se supo eran católicos, pero no se fiaban sin embargo, después de casi 250 años sin curas, y pensaban que todo esto podía ser una trampa del gobierno para atrapar a los católicos, que pudieran quedar.

Decidieron otra estratagema. Días después aparecieron unos cuantos con unos peces que, dijeron, querían regalar a la esposa del párroco. Éste les dijo que él no tenía esposa; ni en Japón ni en Francia. Más cuchicheos. Por último, le preguntaron quién le había enviado. Al contestarles que el Papa, que estaba en Roma, ya se convencieron de que no era una trampa. Le dijeron que eran católicos, que vivían en un pueblo próximo a Nagasaki, que llevaban 250 años sin ningún sacerdote y le rogaban que por favor que fuera a su pueblo, en secreto, con dos objetivos principales: a) Que les confesara. b) Que les celebrara una Misa.

Desconfianza recíproca

Entonces, fue el párroco el que quiso asegurarse de qué era aquello. Les preguntó si estaban bautizados y le contestaron que sí, que bautizan ellos, que justamente pensaban bautizar a un niño recién nacido y le invitaban a presenciar el evento.

En efecto, el párroco fue al pueblo y allí asistió al bautizo, que fue totalmente ortodoxo y en latín, si bien en un latín algo oxidado.

La policía acabó enterándose de los tejemanejes y comenzó una nueva persecución.

En aquellos años, una delegación del gobierno japonés visitó varios países europeos. En Bruselas paseaban en coche descubierto cuando una multitud enfurecida les tiró huevos y tomates. Se asombraron mucho y preguntaron qué pasaba. Les dijeron que era debido a la indignación que producía la persecución de cristianos en su país. Ellos aseguraron que no sabían nada pero, a partir de entonces, cesaron las persecuciones.

Hasta aquí el “potpourri” con lo que recuerdo de lo escuchado a los padres de Don Akío y de lo leído recientemente.

Es de admirar la fidelidad de esos japoneses y considerar que, después de tantos años, lo que más echaran de menos era la confesión y la Misa. Probablemente todos nosotros tenemos una iglesia cerca de nuestra casa con algún cura en el confesionario, y no a 250 años, sino a 5 minutos de casa. Y quizás no lo apreciemos tanto como ellos.

(Las Arenas – Vizcaya-, 5 de Noviembre de 2008)