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Emoción y piedad

Pienso que la verdadera piedad brota de la inteligencia, formada por un estudio cuidadoso de la doctrina católica, por un conocimiento exacto de la fe y, en consecuencia, de las verdades que deben guiar nuestra vida interior.

Pero la piedad también está en la voluntad. Debemos desear fervientemente el bien que conocemos. Por ejemplo, no es suficiente saber que Dios es perfecto. Debemos amar la perfección de Dios y, por lo tanto, debemos desear algo de esa perfección: buscar la santidad.

Y “querer” no significa tener sentimientos vagos y estériles. Realmente queremos algo cuando estamos dispuestos a sacrificarnos para obtener lo que deseamos. Sin esta determinación, todo “querer” es mera ilusión. Podemos sentir emoción al contemplar las verdades y los misterios de la religión, pero si no tomamos de ellos serios y eficaces propósitos, nuestra piedad no tendrá ningún valor. Al menos es lo que trato de inculcar en el corazón de mis hijos.

Me parece útil recordarlo en estos días que se aproximan de la Semana Santa. No basta seguir con emoción los diferentes acontecimientos de la Pasión: eso sería excelente, pero no suficiente.

Perseguir a la Iglesia es perseguir a Cristo

Damos muestras de devoción sincera, también, cuando no permanecemos indiferentes ante los ataques a la Iglesia, a sus leyes, a sus costumbres. O ante quienes pretenden imponerle el silencio a enseñar la doctrina de siempre.

La iglesia es el cuerpo místico de Cristo. Cuando Nuestro Señor se apareció a San Pablo en el camino a Damasco, le preguntó: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” Saulo estaba persiguiendo a la Iglesia. Perseguir a la Iglesia es perseguir a Jesucristo. Cuando, hoy se persigue a la Iglesia, a quien se persigue es a Cristo. La pasión de Cristo se recrea

en cierto modo en nuestros días.

¿Cómo es perseguida la Iglesia? Cuando se cuestionan sus derechos o se trabaja para alejar las almas de ella. Cualquier acto por el cual un alma es apartada de la Iglesia es un acto de persecución de Cristo. Cada alma es un miembro vivo en la Iglesia. Sacar un alma de la Iglesia es separar a un miembro del cuerpo místico de Cristo.

Por tanto, en estos días de Semana Santa, al acompañar a Cristo meditando en su pasión, no olvidemos las ofensas que recibe en nuestros días su corazón divino. Durante su pasión, Cristo previó todo lo que sucedería hasta el findel mundo. Él previó todos los pecados de todos los tiempos y también los pecados de nuestros días.

Él previó nuestros pecados y sufrió por ellos de antemano. Así que arrepintámonos y lloremos. La Iglesia sufriente, perseguida, despreciada, está ante nuestros ojos indiferentes o crueles. Ella está ante nosotros como Jesús estuvo ante la Verónica. Tengamos piedad de su dolor, salgamos en su defensa siempre que tengamos oportunidad. Daremos a Cristo el consuelo que le ofreció la Verónica.

¿Dónde está nuestra caridad?

Ahora miremos a nuestro alrededor cuántos católicos rechazan la fe. Fueron bautizados, pero con el tiempo perdieron la fe, piensan, sienten y viven como paganos. ¡Son nuestros parientes, nuestros vecinos, tal vez nuestros amigos! Y por ellos, ¿qué hacemos? ¿Dónde está nuestra caridad? ¿Tratamos de hacer algo de apostolado? ¿Rezamos por ellos?

¿Un invitado incómodo?

Y en relación a nosotros mismos, ¿buscamos entornos donde nuestra fe florezca? ¿O vivimos para disfrutar de los placeres mundanos y fugaces en ambientes donde la fe se atrofia y amenaza ruina? No hemos echado a Nuestro Señor de nuestras almas, pero, ¿cómo le tratamos?

¿Es él el objeto de toda atención, el centro de nuestra vida intelectual, moral y afectiva? ¿Es el rey o es un invitado secundario y poco interesante o hasta un poco inconveniente?

El Divino Maestro gimió, lloró y sudó sangre en el Huerto de los Olivos en previsión de la interminable procesión de almas tibias, almas indiferentes que, sin perseguirlo, no lo amaban como debían. No seamos de ellos.