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Discreto y eficaz amparo

La Primera Guerra Mundial sorprendió al orbe entero por su violencia, en virtud de máquinas que el avance tecnológico de la época había logrado desarrollar. Entre ellas destacaban los aviones, sembradores de muerte, cuyos terribles ataques inundaban de soldados gravemente heridos la zona de urgencias del hospital de campaña.

Tras los últimos bombardeos, llegó hasta allí de forma misteriosa un joven. Nadie sabía quién lo había traído y no paraba de balbucear:

- ¡Dios se lo pague! ¡Dios se lo pague! Y, por favor, perdone mi ingratitud…

Algo confundido, el médico de guardia, el doctor Teobaldo, le preguntó:

- Muchacho, ¿cómo has llegado hasta aquí? Eres el único del décimo batallón que ha sobrevivido al ataque aéreo. Ninguno de tus compañeros ha conseguido huir de la lluvia de bombas enemigas.

Se hizo un momento de silencio. El joven militar empezó a llorar y, sollozando, le contó su historia.

Un día, durante mi infancia, fui a visitar a un amigo mío, de una familia muy rica. Me dio mucha alegría al ver que le habían regalado un maravilloso tren de juguete. Estuvimos toda la mañana muy animados moviéndolo de aquí para allá. Jugamos, jugamos y jugamos.

Su madre, Josefina, nos miraba complacida. Más tarde, viendo que mi alegría era contagiosa, decidió darme un obsequio:

Gabriel, cuando juegas con mi hijo, se pone tan contento que no sé ni cómo agradecértelo. ¿Qué quieres que te dé como recuerdo?

Enseguida grité:

¡Quiero un trenecito como éste!

Esa señora tenía mucho respeto por mi madre y me explicó:

Seguro que lo tendrás. Ayer mismo estuve en la tienda de juguetes y todavía hay uno disponible. Pero antes tienes que pedirle permiso a tu madre. No quiero darte nada que no lo apruebe ella.

No puedo describir la euforia con que regresé a casa. Entre saltos, gritos y exclamaciones la abracé diciéndole:

Mamá, me van a dar un extraordinario trenecito…

Y ella, un poco asustada, me preguntó el motivo de tan inusual entusiasmo. Entonces le conté todo el asunto, con frases inconexas, e impacientemente le pedí que hablara cuanto antes con Josefina. Sin embargo, permanecía en silencio y, ante mi insistencia, me aconsejó:

Hijo mío, creo que la mejor elección sería una imagen de San José, para que venga a ser tu patrón y protector. Josefina posee algunas muy bonitas en su casa y estoy segura de que, si se lo pides, escogerá una de las más bellas y valiosas.

Decepcionado, le contesté:

Pero mamá, yo quiero un tren igual al de mi amigo.

En vano intentó cambiar mis ideas… indignado, fui otra vez a casa de mi compañero:

Josefina, a mi madre le gustaría tener una imagen de San José. Aunque…, yo ¡no! ¡Prefiero un trenecito!

Sin más palabras, volví a divertirme con el juguete y me pasé toda la tarde entretenido con él, junto con mi amigo. A la hora de marcharme, Josefina me entregó un enorme paquete y me aconsejó:

Lleva a San José con cuidado y dale muchos saludos de mi parte a tu piadosa madre.

Amargado, me despedí de ella y de su hijo, y me fui. Al llegar a casa, mi madre me esperaba como de costumbre. Le puse el paquete en sus manos sin más ceremonia y le dije:

- ¡Aquí tienes a tu José!

- Hijo mío, vamos a abrir la caja y a rezar juntos al padre adoptivo del Niño Jesús.

- Si quieres, ¡reza tú! –le respondí, resentido.

Para mí se hizo difícil incluso mirar a la imagen. No podía hacer las paces con San José, pues por su causa me había quedado sin el tan deseado trenecito. Esta situación se prolongó más allá de la adolescencia.

Crecí con esa aversión y, cuando ya tenía la edad, fui llamado al servicio militar. Comenzaba mi carrera lleno de grandes ideas. Con el estadillo de la guerra, no obstante, todo se hizo más arduo. Numerosos soldados fueron enviados al frente, y entre ellos me encontraba yo.

Me despedí de mis padres, que lloraban copiosamente. Mi madre, ya mayor, me llevó ante San José, y me prometió que aquí rezaría por mí todos los días y mantendría siempre un lirio fresco junto a la imagen, en señal de su confianza y devoción al insigne protector.

Marché con ufanía. Sin embargo, las cosas eran bastantes diferentes de lo que yo me imaginaba… En cada batalla me sentía que estaba a punto de dejar este mundo. Mis compañeros iban cayendo uno tras otro. Y hoy, en medio del bombardeo, oí una estruendosa explosión:

¡Brruumm!

Un dolor intenso me oprimía el pecho y pensé que me había llegado mi hora. Toda mi vida pasó en un instante ante mis ojos. Y lo que más me afligía era el haber mostrado tanto desprecio por San José a lo largo de los años…

Arrepentido, le pedí perdón y me desmayé. Poco tiempo después empecé a despertarme y, estando todavía algo inconsciente, sentí un agradable perfume de lirio y escuché una voz firme que me decía:

¡Gabriel, deprisa, salgamos de aquí!

Abrí los ojos y vi a un hombre fuerte que, con un gesto cordial, me extendía la mano. La cogí sin oponer resistencia y juntos llegamos, no sé cómo, hasta la puerta del hospital. Encontrándome más despierto le pregunté:

- ¿Cómo sabes mi nombre? ¿Por qué te has arriesgado por mí de esa manera? ¿Cómo te llamas?

- Me llamo José y soy tu patrono –me respondió. Te conozco desde que eras pequeño y, aunque tú no me quieres mucho, es imposible que deje de atender a los perseverantes ruegos de tu madre.

Dicho esto, desapareció.

Y el soldado herido, dando un profundo suspiro, continuó:

Entonces los enfermeros me encontraron y aquí estoy. Doctor, veo en esto una señal del Cielo. Hace mucho sentía un fuerte deseo de ser sacerdote, pero luchaba contra esa idea. La vida militar me parecía más agradable y prestigiosa. Ahora, quiero con toda mi alma abrazar el estado religioso.

Gabriel se recuperó enseguida de sus heridas. Cuando terminó la guerra, fue ordenado sacerdote y se convirtió en un fervoroso propagador de la devoción a San José. Siempre lo mencionaba en sus sermones y no perdía la oportunidad de recordar cuán discreta y eficazmente el santo Patriarca ampara a todos los que a él recurren, al igual que en esta tierra protegía a la Sagrada Familia de Nazaret.