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¿Cuál no sería su gloria en el Cielo?

Los toques de trompeta y las voces de los heraldos interrumpieron las rutinarias costumbres de los habitantes de aquella población y la noticia se difundió rápidamente, llenando de alegría todos los corazones:

-¡Señoras y señores! ¡Dentro de tres días el duque y su dignísima esposa, dueños de este burgo, vendrán a inaugurar el nuevo hospital que mandaron construir y recorrerán las calles para saludaros! ¡Preparaos para recibirlos!

Enseguida comenzaron los preparativos para homenajear al célebre matrimonio. Mientras las mujeres se esmeraban en la decoración de los balcones de las casas, los músicos se reunían para ensayar algunas piezas para la ocasión y los artesanos y agricultores se dedicaban a elegir los mejores productos de su trabajo para obsequiárselos a los ilustres visitantes.

Un pobre leñador, que solía ir mendigando por el pueblo porque se había lesionado una pierna y ya no conseguía ningún empleo, se miraba y, aunque participaba del gozo general, se decía a sí mismo:

-¡Dios mío! ¡No puedo presentarme de esta guisa ante el duque y la duquesa! Tengo mis ropas tan desgarradas y sucias… Me quedaré en un sitio muy discreto para que no me vean, pero quiero contemplarlos al menos a distancia…

El día de la llegada de la noble pareja amaneció radiante. El sol brillaba como nunca y la naturaleza parecía regocijarse con la gente del lugar. Hombres, mujeres y niños, vestidos con sus mejores trajes, los esperaban con gran emoción. Rojas alfombras cubrían las calles; de las barandillas de las ventanas colgaban vistosas telas y en todas ellas había abundantes flores.

En cierto momento sonaron las trompetas. Una bellísima carroza asomaba en el horizonte con el duque y la duquesa, escoltados por su guardia. Las aclamaciones de entusiasmo resonaron por los alrededores y no pararon a lo largo de todo el recorrido. Tras la inauguración del hospital y después de haber recibido los saludos de agradecimiento de los enfermos, el cortejo pasó lentamente por las calles, entre aplausos y al son de instrumentos musicales.

Cuando llegaron a la vía principal, la duquesa avistó al leñador, que se hallaba apartado de la multitud. Al percibir su condición de mendigo le hizo una señal con mucha elegancia para que se acercara y le echó una moneda de oro en su sombrero. Encantado con tal gesto de bondad, el hombre no prestó mucha atención en la limosna, sino que aprovechó esos breves instantes para mirar embelesado a su distinguida bienhechora.

Al anochecer, las calles volvieron a su habitual tranquilidad. En los hogares, las velas oscilaban sobre las mesas del comedor incentivando a animadas conversaciones sobre la memorable visita. Nuestro buen indigente se dispuso a guardar su preciado regalo y, sorprendido, se encontró con algo más valioso de lo esperado:

-¿Un anillo? ¡Qué piedra más bonita! ¡Si parece un diamante! Pero… ¿quién me ha dado esto? De la duquesa sólo he recibido una moneda… Hoy ha habido tanto movimiento en la calle que es imposible adivinar cómo ha llegado esta joya hasta aquí.

A la mañana siguiente se fue a buscar al joyero y le enseñó la llamativa pieza. Al cogerla en sus manos y examinarla se dio cuenta de que se trataba de un objeto muy precioso y le ofreció a cambio mil monedas de oro. El mendigo estaba a punto de aceptar la tentadora oferta, cuando oyó una voz en su interior que le advertía:

-Ese anillo no es tuyo. Debes ser honesto. Tal vez alguien lo esté buscando.

Por unos segundos su conciencia titubeó: “¿Y ahora qué hago? La de ventajas que me traería este negocio… Sin embargo, no puedo violar la Ley de Dios. Es mejor pedir limosnas que ser deshonesto”.

Rechazó la proposición del joyero y volvió a vagar por las calles.

Días después andaba mendigando de puerta en puerta cuando se topó con paje de la duquesa, y éste le preguntó:

-Usted, que conoce muy bien los caminos de este burgo, ¿no habrá encontrado por casualidad un anillo de oro con una bonita piedra? La duquesa lo perdió cuando pasaba por esta región.

-¡Ah! ¿No será éste? –le decía el mendigo mientras sacaba de su desgastado bolsillo el valioso objeto.

El joven se quedó admirado con la rectitud del menesteroso. Le llevó inmediatamente a su señora la tan buscada joya y le contó lo sucedido.

Al día siguiente, estaba el leñador llamando de casa en casa, como de costumbre, cuando ve que se acerca un carroza. Dos hombres muy respetables se bajan de ella y van a su encuentro:

-Señor, hemos venido aquí por orden de la duquesa. Desea recibirlo en su palacio.

El pobre no escondió su alegría al ser invitado a subir en ese vehículo: por primera vez se sentaba en una carroza. Tenía incluso miedo de ensuciar el asiento…

El viaje iba terminando y comenzó a entrever las torres de la admirable residencia. Era una construcción esplendorosa, adornaba con un fabuloso jardín. Estaba completamente absorto y sólo cuando llegó ante la magnífica puerta de hierro se le ocurrió pensar: “¡Ay!... ¿Por qué me estará buscando la duquesa? ¿Habré hecho algo malo?”.

Los guardias lo condujeron hasta un amplio salón. Creyendo ser indigno de sentarse, y un poco preocupado, permaneció de pie a la espera de la anfitriona. No pasó mucho tiempo y un criado anunció la presencia de la ilustre señora. Se abrieron las dos enormes puertas y ella entró, rodeada de algunas damas. Saludó al mendigo y le dijo:

-Querido señor, hace unos días perdí una de mis más preciosas joyas, heredada de mis antepasados. Pensé que me la habían robado y que, seguramente, el ladrón la vendería por una elevada suma. Casi sin esperanza, envié a mis lacayos a que la buscaran en el burgo donde estuve con el duque. Y para mi sorpresa usted la había guardado. Deseo recompensar su rectitud de alma invitándole a formar parte del servicio de mi casa.

El leñador cayó de rodillas y le explicó su situación: la herida de su pierna le impedía servirla y ciertamente mancharía los bellos uniformes de lacayo de la casa. Pero la noble dama no se echó atrás en su decisión. Llamó al médico de la familia y le pidió que tomara las providencias para que la pierna fuera curada.

A partir de entonces, empezó a servir en el palacio, con toda fidelidad. Si tal había sido el premio de ese mendigo en la tierra, ¿cuál no sería su gloria en el Cielo?