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Volver al ataque

Todas esas imágenes son impactantes y útiles para llamar nuestra atención, pero no deberían ocultarnos el mensaje que esconden, ni acallar las palabras que les suelen acompañar. Me refiero al contenido de sus discursos, a las recomendaciones que destilan sus homilías, a las explicaciones que surgen a raíz de un encuentro con niños. Y, si hacemos tal ejercicio de escucha, comprobaremos que muchas de sus alocuciones tienen que ver con el sacramento de la Penitencia.

A finales de octubre, por ejemplo, dijo: “Algunas personas dicen: ‘Ah, yo me confieso con Dios'. Eso es fácil, es como confesarse por correo electrónico, ¿no? Dios está ahí lejos, digo las cosas y no hay un ‘cara a cara’, no se da un ‘cuatro ojos’. (…) Otros dicen: "No, yo sí voy a confesarme", pero se confiesan cosas tan etéreas, tan en el aire, que no tienen ninguna sustancia. Y eso es lo mismo que no hacerlo. Confesar nuestros pecados no es ir a una sesión de psiquiatría, ni tampoco ir a una sala de tortura, sino que es decirle al Señor: ‘Señor, soy un pecador (…). Y yo soy un pecador por esto, por esto y por esto’”.

Es importante que no confundamos nuestra llamada a la santidad con un burdo perfeccionismo. Dios quiere que seamos virtuosos y que pongamos por obra el mandamiento del amor, por supuesto, pero al mismo tiempo conoce nuestras limitaciones y debilidades. Sabe y entiende que nuestra vida consiste en una lucha continua por hacer el bien que a veces no queremos y evitar el mal que con mucha frecuencia deseamos.

El primer paso –y el más decisivo– para dirigirnos a la confesión es la humildad: la capacidad de reconocernos vulnerables y pecadores, por un lado, y la de advertir en Dios a un Padre generoso y misericordioso que ansía redimir a todas y cada una de las personas que creó.

No hay atrocidad que Dios no pueda absolver. Si consideramos que algunos de nuestros errores van más allá de todo perdón, entonces estamos dejando que el demonio nos siga cegando. Porque para Dios no hay excepciones: cuando el pecador se muestra verdaderamente arrepentido y dispuesto a plantar batalla al Mal, la gracia actúa y el perdón divino se abre camino. Por eso Jesucristo siempre se mostró indulgente ante cualquier pecador contrito que se le acercó... ¡Si es que justamente vino a salvarnos!

Aprovechemos la inercia de positividad y sana esperanza que trae consigo el nuevo Papa para escucharle atentamente y seguir sus indicaciones: “Te digo a ti, si tienes un peso sobre tu conciencia, si tienes vergüenza de muchas cosas que has cometido: detente, no te asustes, piensa que alguien te espera, porque nunca ha dejado de recordarte, de pensarte. Es tu padre, es Dios, es Jesús. Sube al árbol de las ganas de ser perdonado. Te aseguro que no serás olvidado. Jesús es misericordioso y nunca se cansa de perdonar”.