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Un oficio casi invisible

Hay trabajos que, por diversos motivos, están muy infravalorados, del mismo modo que existen otros a los que se les concede demasiada atención. A este último grupo pertenecen, desde mi punto de vista, un sinfín de futbolistas y modelos cuyo deber profesional se limita a golpear una pelota con el pie, en unos casos, o  a poner la juvenil y aterciopelada cara frente a las cámaras, durante un reportaje fotográfico. Sin desmerecer dichas profesiones, lo cierto es que, en ellas, unas pocas horas les reportan a sus estrellas millones de euros en ganancias.

En cambio, un trabajo tan sacrificado el de la docencia –sobre todo, la docencia infantil- se relega, día sí y día también, al olvido más lamentable. Me refiero a los miles y miles de profesores que lidian en el mundo entero con tantos niños y niñas durante no sé cuántas horas semanales, y reciben a cambio un sueldo irrisorio y una estima que roza, con frecuencia, la indiferencia. Y, a veces, incluso el desprecio o la crítica.

Detengámonos unos instantes para pensar sobre esto: ¿se les ocurre un trabajo más importante que el de profesor? Si hacemos a un lado al médico, cuyo oficio procura una dosis mínima y necesaria de bienestar físico, se me ocurren muy pocos oficios más relevantes que el del maestro. Desde los dos o tres años, si no antes, hasta los 18, el educador protagoniza unas 10 de las 24 horas que componen la jornada de cualquier chico o chica. Ahí es nada. Se levanta temprano para lidiar, durante incansables horas, con clases enteras de niños que están moldeándose y que podrán ser mejores o peores en función de cómo desempeñe su labor.

  En realidad, el valor del rol del maestro no descansa simplemente en ese cúmulo de horas que pasa junto a los jóvenes, sino, sobre todo, en su responsabilidad como educador. Les enseña contenidos teóricos, por supuesto, pero también les inculca numerosas cuestiones que sobrepasan las aulas y que nos pueden pasar inadvertidas: les predica con el ejemplo, además de con la palabra. Está en su mano instruirles en valores humanos y cristianos fundamentales como la honradez, la laboriosidad, la sinceridad y el optimismo, entre otros.

  Hago esta reflexión en época veraniega porque es quizá durante estos meses cuando más corremos el riesgo –tanto padres como alumnos- de olvidar a los profesores, ya que no les vemos ni interactuamos, por lo general, con ellos. No importa que ellos sean jóvenes docentes o adultos expertos en el arte de enseñar; el hecho es que nuestro apoyo y nuestro ánimo, cada vez que les veamos, seguro que les reconforta y anima. Si la sociedad no materializa en forma de dinero la recompensa a ese esfuerzo, nosotros sí podemos, al menos, reconocerlo con una sonrisa sincera.