En primer lugar, siempre me ha sorprendido enormemente cómo en la discusión se pone el foco, ante todo y sin titubeos, en la madre, eludiendo considerar o mencionar la presencia de un bebé. Supongo que ése es parte del éxito de los defensores del aborto: hacer creer que el embrión no consiste más que en un puñado de células. Pues bien, si es así, ¿cuándo entonces pasa a convertirse en una persona con plenos derechos? ¿En el momento del parto? Y si es “un poco antes”, ¿exactamente en qué semana? ¿Qué instante
preciso marca la diferencia entre un puñado de células y un ser humano?
Lo que quiero decir es que en el aborto no sólo hablamos de una madre con derechos, sino también de un niño o niña con derechos. No importa lo indefenso que sea, ni lo limitado que sea, ni lo dependiente que sea de la madre… también es dependiente del doctor el enfermo en coma; o el niño recién nacido que necesita a su madre lactante; o el anciano que recurre a la enfermera hasta para levantarse de la cama. Ello no les hace menos humanos ni afecta en lo más mínimo a su dignidad.
Se habla también de las mujeres que se quedan embarazadas por violación y de cómo ellas “no tienen la culpa” de llevar un bebé en sus entrañas. Por supuesto, yo como hombre no puedo ni sospechar lo duro que debe de ser sobrellevar una situación como ésa, pero no veo cómo sumar una aberración –la muerte del embrión– a otra aberración –la violación de la madre– puede ayudar a solucionar el problema de raíz. Por otro lado, en la inmensa mayoría de países en donde se habla de ese supuesto como razón para abortar, estamos hablando apenas de un 10% (15% en los países menos desarrollados) de casos. Todos los demás pertenecen a situaciones diferentes.
Si algo tengo claro es que todos los que opinamos sobre el aborto, bien para defenderlo o bien para atacarlo, nunca lo sufrimos en carne propia: no nos abortaron. Así que podemos
considerarnos afortunados, supongo, de que nuestros padres fueron lo suficientemente generosos como para facilitar una vida que dejó de ser “suya” desde el momento mismo de la fecundación. Ayudaron a que saliera adelante, por supuesto, pero tuvo dignidad propia en cuanto se formó. A fin de cuentas, el mismo cariño, respeto y atención que merece la madre gestante –que, por supuesto, es justo reconocer– es el que deberíamos procurar al bebé gestado.