Lo que conocemos como virtudes no son más que “hábitos operativos buenos”. La persona que de forma constante es generosa en pequeños detalles, es probable que lo sea también cuando le toque serlo a lo grande; y quien continuamente llega impuntual a las citas, muy seguramente lo sea cuando deba llegar a tiempo a un compromiso de particular importancia. Lo que llamamos vicio, en sentido, se opone a la virtud, por ser una acción negativa que se comete una y otra vez.
Detrás de cada una de nuestras acciones hay, en el fondo, un deseo de obtener felicidad. O sea, nuestra libertad no se entiende sin nuestra capacidad de ser felices. Por eso, cuando acertamos estamos siendo responsables y estamos encaminándonos hacia la felicidad, y cuando nos equivocamos incurrimos en irresponsabilidades y nos vamos haciendo, a veces sin darnos cuenta, en personas más infelices.
La gran pregunta ahora es, sin duda, descifrar en qué consiste ser feliz. O sea, ¿cómo somos verdaderamente felices? Quizá no haya una única respuesta, sino tantas como individuos. Pero sí es significativo el hecho de que personas que han estado al borde de
la muerte, y apenas tenían unos segundos para completar sus acciones, optaron por llamar a sus seres queridos, expresarles de alguna forma el amor que les profesan. Los momentos más valiosos queremos dedicarlos al amor, porque el amor es lo que mueve
nuestras vidas.
Me encanta la figura de San Agustín, porque toda su vida constituye un ejemplo claro, gráfico y vivencial del camino que implica la felicidad. Él fue un buscador incansable de ésta, como prueba, entre otros, el lúcido texto “De la vida feliz”, dedicado a su amigo Teodoro hace mil quinientos años. En él anota ideas muy suculentas en forma de diálogos, como ésta breve y directa: “Luego es feliz el que posee a Dios”.
A la auténtica alegría se llega recorriendo el camino de la virtud. Y ese camino puede estar plagado de errores, de caídas y recaídas. El primer escalón de la felicidad consiste en vivir contento y satisfecho con lo que de facto poseemos. El segundo, en preocuparnos por obtener bienes permanentes, no efímeros… y ahí es cuando llegamos a Dios, porque Él es lo más trascendente y libre de accidentes y vaivenes que existe. De ahí que San Agustín lo resuma así: “la felicidad verdadera y segura en sumo grado la alcanzan, ante todo, los hombres de bien que honran a Dios, el único que la puede conceder”.
Preocupados como estamos de encontrar la felicidad, vale la pena pausar la cabeza y el corazón y volver a lo importante, lo permanente, que no es otro que Dios, y al camino que estamos llamados a recorrer para llegar a Él, que nos otro que la virtud.