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Relatos de un soldado

Relatos de un soldado

Alrededor de la mesa familiar de la sala de estar, frente al hogar, un soldado de permiso cuenta a sus padres las pequeñas anécdotas vividas los últimos meses en el ejército. Le escuchan con ternura y admiración, sin perder detalle de cuanto relata.

El hermoso gato de la casa, siempre celoso de los afectos, se hace presente en la escena, ronroneando desde una de las sillas de paja, sobre la que se ha subido, tratando de captar inútilmente la atención. Sobre el mantel blanco, una hogaza de pan cortada, una botella de vino tinto, por la mitad, y una jarra de barro con agua fresca sirven para darle la bienvenida. La sopera ha cumplido su función y un ramo de flores silvestres sobre un jarroncito de vidrio honran al hijo visitante. En su ausencia lo han recordado fijando hojas y calendarios de su regimiento en la pared, junto a objetos de uso corriente que “decoran” la chimenea.

El uniforme que viste el joven nos habla de la existencia de una moral, del honor, de la fuerza puesta al servicio del bien para luchar contra el mal. El cristiano ama a su patria y aunque deplora la guerra injusta y la loca carrera de armamentista de nuestros días, considera necesaria, en este mundo de exilio, la existencia de una clase militar, de unas fuerzas del orden, para las que pide toda la simpatía, el reconocimiento y la admiración a que tienen derecho aquellos cuya misión es velar por la seguridad de todos.

Fernand-Adolphe Luzeau Brochard, donó este cuadro en 1906 al ayuntamiento-museo de Bourron-Marlotte, un pequeño pueblo a menos de 20 kilómetros de Barbizon, donde floreció la famosa escuela de pintores franceses de mediados del siglo XIX. Nació en Cholet en 1849 y fue alumno de Jean-Léon Gérôme y de Paul-Emile Sautai. Participó regularmente en el Salones de Pintura entre 1879 y 1925, obteniendo una mención de honor en el de 1884. Pintó numerosas escenas religiosas y de sacristía.