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Por qué sonreír

Desde el principio me llamó la atención el chico, que cuando entré estaba tras el mostrador. Era fuerte, incluso excesivamente fuerte. Su brazo derecho tenía el tamaño de mi pierna. Y, sobre todo, esbozaba una sonrisa poco frecuente: muy abierta, de dientes blancos, jovial y franca, de esas que estimulan y contagian. Si a eso se le añadía su voz, cuyo acento habanero le dotaba de un atractivo exotismo, estábamos hablando de un personaje digno de observación.

En realidad, todo transcurrió tranquilo hasta el momento del pago. Yo sólo tenía billetes de diez y de veinte dólares e, ingenuo de mí, creía que con eso bastaría para saldar la deuda. Resultó que mi tiempo conectado a Internet sólo costaba cuarenta céntimos, así que en la tienda no tenían cambios. Antes de que pudiera decir nada, el chico fortachón me dijo, alegre: “Buen señor, acompañe a mi esposa al mercadito de al lado y allá le daremos las vueltas”.

Algo tan simple como unos cambios nos terminó llevando casi diez minutos de búsqueda, primero en un local, luego en otro y, finalmente, en un tercero. Para entonces, conversando con la cubana, que también presumía de una sonrisa animada y espontánea,  ya nos habíamos presentado y narrado las cosas más básicas de nuestras biografías. Al llegar a la tienda, ella le preguntó a su esposo que por qué no me invitaban un día a almorzar a su casa. Dicho y hecho.

Desde entonces, suelo quedar con la pareja de cubanos de vez en cuando. Su historia es semejante a la de miles de inmigrantes: se vinieron a Ecuador para trabajar y enviar los ahorros a sus familiares de la isla caribeña. El marido, Alejandro, de 22 años, es también taxista nocturno, y Ximena, de 20 años, cuida de su hijo Luis. Ninguno duerme más de cuatro o cinco horas diarias.

En su apartamento alquilado, pequeño y muy modesto, tienen crucifijos y estampas de Nuestra Señora de Guadalupe esparcidos por las tres habitaciones: sobre las mesitas, en el espejo del baño, detrás de la puerta principal… “Antes éramos bastante agnósticos. Bueno, ella menos que yo, porque su abuela sí practicaba”, explica Alejandro. Y me confiesa, con una sinceridad y una sencillez verdaderamente abrumadora, que desde que se bautizó hace unos meses, aquí en Quito, todavía encuentra más razones para sonreír: “Jesús casi nunca se lamentaba ni amenazaba. Siempre intentaba ayudar. Sus palabras eran alentadoras, compasivas. Quería ayudar al débil, al corrupto, al fracasado, al traidor”.

Suena a tópico, pero no por ello esconde menos verdad: la sonrisa hace maravillas. El mandato del amor que Jesucristo nos pidió –querer tanto a los amigos como a los enemigos– se puede traducir de una manera bien simple en el gesto amable y acogedor, en la sonrisa continua a quienes nos rodean. A todos. En lugar de la queja fácil, de la crítica que amarga, del pesimismo que sólo destruye y deprime, podríamos tratar de mostrar nuestra faceta más esperanzadora, anclada en la verdad de Cristo y de la fe, y contribuir con ella a hacer de este un mundo un lugar menos salvaje, más habitable. Siempre intentaba ayudar. Sus palabras eran alentadoras, compasivas. Quería ayudar al débil, al corrupto, al fracasado, al traidor.