Usted está aquí

La Carta a los Romanos


Jorge de Juan Fernández
Profesor en el Instituto Superior de Teología de Astorga y León


La Carta a los Romanos ocupa un lugar privilegiado en el conjunto de las epístolas paulinas. Es la más extensa, la más elaborada y también la más teológica de todas.
Pablo no la escribió para resolver un problema puntual, como en otras comunidades, sino con la intención de preparar su futura visita a Roma y de introducirse en una comunidad que, aunque no fundada por él, lo esperaba con atención y respeto.
Corría el invierno del año 57 al 58 cuando Pablo, desde Corinto, decide escribir a los cristianos de Roma. Tras una fructífera labor misionera en Oriente, especialmente en regiones como Corinto, Pablo vislumbra el final de una etapa y el inicio de otra: desea llevar el Evangelio hasta Hispania (España), la región más occidental del Imperio. En su itinerario, planea hacer una escala estratégica en Roma, y por ello escribe esta carta, confiándola a la diaconisa Febe de Céncreas, quien será su emisaria y mediadora.
La comunidad cristiana de Roma existía ya desde hacía “muchos años”, como afirma el mismo Pablo (Rom 15,23). Aunque no tenemos certeza absoluta sobre cómo nació esta comunidad, sabemos que no fue Pablo quien la fundó, ni siquiera la había visitado. La presencia cristiana en Roma es atestiguada por fuentes históricas externas, como el historiador romano Tácito, que menciona el suplicio que padecieron los “crestianos” bajo Nerón tras el incendio del año 64. Es probable que el cristianismo llegara a Roma gracias a judíos convertidos en Pentecostés o a comerciantes y viajeros provenientes de Oriente.
Lo que distingue esta carta es su tono: el apóstol de los gentiles no escribe como un fundador ni como un corrector, sino como un hermano en la fe que desea compartir con esta comunidad una profunda reflexión sobre el Evangelio. Él mismo reconoce que desea “intercambiar dones espirituales” con los romanos (Rom 1,11-12), en una actitud de apertura y enriquecimiento mutuo.
En cuanto al contenido, esta epístola es una exposición sistemática del Evangelio y de su poder transformador. Pablo parte de una constatación fundamental: todos los seres humanos, judíos y no judíos, son pecadores. Todos han fallado en reconocer y seguir a Dios, a pesar de haber tenido medios para conocer su voluntad: ya sea a través de la Ley mosaica, la ley natural o la misma creación. Por tanto, todos están necesitados de justificación, es decir, del perdón y de la restauración que sólo Dios puede dar.
La justificación, esa acción por la cual Dios perdona nuestros pecados, nos declara justos ante Él y nos da una nueva vida como hijos suyos, se presenta como un don gratuito que se recibe por la fe en Jesucristo. Cristo, con su muerte y resurrección, ha realizado una obra total de salvación que Pablo expresa en términos como expiación, redención, reconciliación y santificación. No basta conocer la Ley; se necesita el Espíritu Santo, quien transforma desde dentro y permite al creyente vivir según la ley del amor.

Es notable cómo Pablo, al dirigirse a los romanos, adapta su discurso. A diferencia de su carta a los Gálatas, aquí no adopta un tono severo ni polémico. La comunidad de Roma parece más conservadora, formada por judíos y gentiles, y muy ligada a las tradiciones religiosas del judaísmo. Por ello, Pablo emplea un lenguaje cargado de referencias litúrgicas judías, como “propiciatorio” (Rom 3,35) u “ofrenda viva” (12,1), y muestra un conocimiento profundo del Templo y su simbolismo.
La carta se estructura cuidadosamente: comienza con un saludo (1,1-7) y un exordio (1,8-17), seguido de cuatro grandes secciones que abordan la justicia divina, la vida nueva en el Espíritu, el misterio de Israel y la ética cristiana. Concluye con saludos personales y exhortaciones finales. En esta carta, Pablo no sólo instruye: invita a una transformación integral del corazón.
Esta epístola ha dejado una huella imborrable en la historia de la Iglesia. Fue clave en la conversión de san Agustín, influyó profundamente en Lutero durante la Reforma, y recibió una lectura renovadora en el siglo XX por parte de Karl Barth. En cada época, este texto ha sido faro de luz para quienes buscan comprender la fuerza del Evangelio, esa que salva, transforma y une a todos los creyentes en Cristo.