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¿Misioneros en Madagascar?

A todo ser humano le encanta dejar discurrir la imaginación de vez en cuando. Unos tienden a ello más que otros, claro está, pero es sin  duda uno de nuestros rasgos diferenciadores respecto al resto de animales. Supongo que en eso reside el gusto milenario que sentimos por escuchar narraciones, por ver historias de ciencia ficción o por leer novelas de todo tipo: en salir de las cuatro paredes en que nos encontramos y poner a volar nuestros pensamientos, anhelos y deseos.

¿Quién es tu prójimo?

Hago este razonamiento a raíz de una conversación reciente que mantuve con un sacerdote amigo, quien me hizo caer en la cuenta de algo que seguramente ya hemos escuchado previamente: el prójimo no es el habitante de un recóndito pueblo tailandés, o el vagabundo que busca sobrevivir en las calles de San Francisco… el prójimo es la esposa, el novio, el hermano, el vecino y el compañero de trabajo: esa persona con la que tratamos día sí y día también, a veces con ganas y otras a disgusto.

Pues bien, la máxima cristiana de querer al prójimo como a uno mismo sólo se explica en esa clave: la de nuestra cotidianeidad. O sea, la inmensa mayoría de nosotros no estamos llamados a irnos de misioneros a Madagascar para cumplir con el deber apostólico, sino todo lo contrario.

Cristo lo evidenció de una forma clarísima en su breve andadura terrenal: cuando trató con cariño y cercanía a Zaqueo, un hombre al que muchos detestaban por múltiples motivos y que no era, precisamente, pobre; o cuando reconoció a María de Betania, la hermana de Lázaro, una supuesta pecadora que decidió lavar los pies de Cristo con sus propios cabellos y recibió, como respuesta, la comprensión sincera y el perdón.

La misma parábola del buen samaritano se resume en la idea contundente de que siempre, todos los días, podemos ayudar a cualquiera que se cruza en nuestro camino escuchar al familiar que necesita desahogarse o perdonar al que siempre nos molesta u ofende.

Una sencilla empresa

Y si vamos a hablar de misioneros, mencionaré el único común denominador (aparte de su fe en Jesucristo) que he visto en los pocos que he conocido hasta ahora: su alegría, la que sienten y viven por saberse hijos de Dios. Por eso, quizá el gesto cristiano por excelencia que podemos brindar a cualquier persona que nos rodea -desde el camarero hasta el chófer de autobús, pasando por el jefe, el profesor o el rival deportivo- es algo aparentemente simple y trivial: la sonrisa. Empecemos por esa sencilla empresa, y luego ya nos embarcaremos rumbo a las Antípodas a cambiar el mundo.