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La razón de fondo

Escritor

Una visión ateísta del mundo, aunque respetable, simplemente no parece justa, porque no abarca el sentido profundo de nuestra dignidad.

Pienso en esto cuando escucho, por ejemplo, hablar a tantos grupos ideológicos sobre el aborto: insisten en la libertad de la madre para hacer con su cuerpo lo que se le antoje, subrayando sus derechos, y sin embargo ignoran o minusvaloran el hecho de que hay otro ser humano, mucho más pequeño e indefenso, igual de digno y merecedor de derechos; o cuando veo a un sinfín de ecologistas haciendo apología de la naturaleza, los montes y los animales mientras menosprecian cuestiones como la pobreza mundial; o cuando se escuchan en las noticias a un incontenible número de entrevistados lamentándose por el número de refugiados o de miserias en el tercer mundo, sin considerar tal vez los desahuciados, los abandonados o los pobres que tenemos más cerca.

En la mayoría de esos casos se busca, y con razón, poner en el centro de atención un problema o una realidad que merece reflexión y, con frecuencia, un cambio. Pero lo que brilla por su ausencia es la mención de la palabra dignidad, entendida ésta en sus dimensiones auténticas, es decir, la que nos confiere el hecho de ser hijos de Dios.

Tal vez por ser algo muy manido, o quizá por resultarnos una afirmación demasiado abstracta, la filiación divina –esto es, que Dios es nuestro Padre– no nos emociona. Casi nos suena igual que decir “después de octubre viene noviembre”, porque lo damos por sentado. Pero si nos detuviéramos a reflexionar sobre el verdadero alcance de esa realidad (que Dios Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, de lo visible y lo invisible, nos quiere a cada uno en nuestra individualidad), saltaríamos de alegría, dormiríamos como bebés durante horas y horas, gritaríamos por la emoción y, en fin, viviríamos todos los segundos de nuestra vida con una alegría indescriptible… infinita.

  Santo Tomás Moro se lo escribió a su hija durante su encarcelamiento en la Torre de Londres: «Hija mía queridísima, nunca se perturbe tu alma por cualquier cosa que pueda ocurrirme en este mundo. Nada puede ocurrir sino lo que Dios, nuestro Padre, quiere. Y yo estoy muy seguro de que sea lo que sea, por muy malo que parezca, será de verdad lo mejor». Poco después moriría ejecutado, sí, pero feliz.

  Otra forma de verlo es mediante la única oración expresa que Jesucristo nos enseñó, el Padrenuestro. Pensémoslo por unos instantes: ¿hasta qué punto es tan importante el reconocernos hijos de Dios, que incluso  Jesús quiso subrayar ese hecho cuando se dirigió a su Padre? Porque también lo enfatizó en el Huerto de los Olivos, poco antes de ser crucificado: “Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz; pero no sea yo como quiero, sino como quieres Tú” (Lc 22, 39.46).