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La oración por qué

Vieja, sí, desde que el Bautista señaló con el dedo al Cordero de Dios que quita el mal del mundo, o sea el pecado. Y nueva, pues ésa es la tesis del gran Nobel de literatura, el francés Camus. En su famosa novela “La peste”, la formula ante el niño inocente víctima del contagio. Si Dios es bueno ¿cómo permite el sufrimiento del niño? Y si es todopoderoso, ¿cómo no lo impide?

¿Cómo explicar las calamidades?

Y el Papa daba la pista. Hay tres cosas claras, al respecto, sobre esa presencia de la calamidad, consecuencia  de las fuerzas de la naturaleza.

Primera: Dios sabe por qué eso ocurre.

Segunda: Yo no sé por qué eso ocurre.

Y tercera: Dios no me dice a mí por qué eso ocurre.

Y con estos tres elementos iluminamos la respuesta al problema. Por qué sí, Dios lo sabe. Por qué sí, yo no lo sé, ni yo ni el hombre del tiempo que algo intuye pero no tanto, ni todo. Y porque está claro que yo, ni el meteorólogo, sabemos todo sobre ello.

Y la solución, con estos datos, es: confía en Dios, acepta sus designios pero lucha para evitar los males y si no llegas a todo, considera que tú no eres Dios ni tienes por qué saberlo todo. Como cuando tropiezas con un analfabeto: no sabe leer y tu sí. O sea tú sabes más que él y la cosa marcha. Pues eso: Dios sabe más, infinitamente más, y por eso la cosa sigue marchando. Que yo no soy Dios, ni tú ni nadie. Sólo es Uno.

El huracán desolador de la mentira

Pongamos un ejemplo, pero en vez de referirlo al mal físico – el huracán, el tifón, la inundación – lo refiero al otro mal, PEOR, a la larga para la humanidad, que es el huracán desolador de la mentira. Deja más huella en el hombre y peores consecuencias.

Había un cabezón llamado Nestorio[1]. Y le llamo así al tal Obispo de hace muchos siglos, no sólo por ser un terco, sino sobretodo por ser muy listo.

Pues bien, gracias al huracán de su mentira, tú y yo, creyentes de a pie, podemos hoy llamar a María, con gozo y certeza divina, Madre de Dios. Las veces que el creyente dice esto a la Virgen son innumerables. Y, de hecho, lo venimos diciendo desde que existió aquél cabezón, o sea que el huracán de Éfeso[2] (allí dijeron a Nestorio que no) ha servido para que tú digas, con tanta alegría: María, ya sé – con certeza divina – que tu eres Madre de Dios. ¡La cosa está clara! Un huracán y un gran bien a la larga.

Así que ya vamos entendiendo ahora lo que en aquel tiempo fue un huracán, hoy, es una brisa suave que susurra, desde el corazón creyente, eso tan universal, tan bello, tan clarificador: María, Madre de Dios. Y punto.

Aplicación más concreta: hoy domina un huracán de inspiración protestante por cierto: una cosa es Jesús de Nazaret y otra el Cristo de la fe.

Dejamos a los teólogos – como Ratzinger en su primer libro siendo Papa – decir que eso desencanta al creyente, seguidor de Jesús, que sólo se encuentra al final con un hombre. Dejemos a esos personajes que puntualicen y ajusten, desde la Biblia, la hermenéutica o la teología.

Nosotros, creyentes a pie de olas, tenemos una fórmula segura, sencilla, simple, elemental desde que la certeza de la fe llama a María Madre de Dios, o sea que siguen diciendo que una cosa es Jesús de Nazaret y otra, distinta, Cristo. Algo estupendo, por cierto, que nos permite bendecir a esa María, vida y esperanza nuestra; a esa María a quien invocamos para que desde este Valle de lágrimas lleve a mostrarnos, eternamente, al fruto bendito de su vientre… y todo por el huracán Nestorio, obispo que fue hace algún tiempo.

 

[1] Propugnaba que el Verbo se habría encarnado tomando solo cuerpo pero no alma humana

[2] Concilio de Éfeso – año 431 – Condenó la herejía y a Nestorio