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La madre de todas las virtudes

Creo que hace algunas décadas era más fácil adquirir dicha virtud. Ahora, en la época de los teléfonos móviles, Internet y la comunicación por satélite, cuesta más ejercitarla, y por eso resulta tan necesario recordar cuánto la necesitamos. Nada más escribir un email a alguien, contamos los segundos hasta que responda; un minuto de impuntualidad en una cita, y ya estamos maldiciendo; una pequeña decepción, y enseguida proferimos una retahíla de quejas; un insulto, y difícilmente contendremos el afán de revancha.

Hablo de la paciencia, por supuesto. El DRAE la define como “la capacidad de padecer o soportar algo sin alterarse”, pero es una descripción demasiado simple. En realidad, Aristóteles mismo se refería a ella como un equilibrio de emociones, y los estoicos también la defendieron y elogiaron. Nosotros, los cristianos, por contraposición a la ira, la asociamos a figuras como Jesucristo o Job. Tiene mucho que ver, por ejemplo, con soportar las injurias, con atemperar el dolor ante la muerte, con erradicar el afán de venganza y con promover la paz.

Dios, a quien los hombres le hemos traicionado con harta frecuencia, se ha mostrado siempre muy paciente con nosotros, y Cristo, por su parte, apaciguó a los apóstoles cuando quisieron hacer sentir el fuego eterno al pueblo que los rechazó (Lc 9, 52-56) y sanó a enfermos ingratos e insidiosos. He ahí el valor de la paciencia.

De entre los muchos pensadores que han disertado sobre la paciencia, encuentro muy enriquecedoras las reflexiones que hizo sobre ella Tertuliano en su “Tratado de la paciencia”, allá en el siglo II d.C.: “Tan excelente es la paciencia que no sólo sigue a la fe, sino que aún la precede (Gén., XV). En efecto, creyó Abraham a Dios, y Éste lo reputó por justo. Pero la paciencia probó su fe cuando le ordenó la inmolación de su hijo. Yo diría que no se probó su fe, sino que se lo destacó para modelo, porque bien conocía Dios a quien había aprobado por justo. Y no sólo Abraham escuchó pacientemente tan grave mandato, cuya realización hubiera desagradado al Señor, sino que lo hubiera ejecutado si Dios lo hubiese querido. ¡Con razón bienaventurado, porque fue fiel; con razón fiel, porque fue paciente!”.

Éste es sólo un extracto de las muchas líneas sabias que escribió Tertuliano al respecto. Para concluir me gustaría apuntar otra cita suya: “El que se impacienta por las pérdidas, antepone lo terreno a lo celestial y muy de cerca peca contra Dios, pues ultraja al Espíritu que de Él hemos recibido, posponiéndolo a las cosas terrenales. Perdamos, por tanto, con gusto lo que es terreno y defendamos lo celestial. (…) El que no se halla dispuesto a soportar el menoscabo proveniente del robo o de la violencia, o quizás del propio descuido, ignoro con qué facilidad y buena gana pueda extender su mano para dar limosna. (…) No lamenta ser generoso quien no teme la privación; porque de otra manera, “¿cómo el que tiene dos túnicas dará una al que no tiene? ¿Cómo al que roba la túnica ofrecemos la capa?” (Mt. 5,40). (…) A nosotros, que tanto nos diferenciamos de ellos [los paganos], nos conviene dejar no el alma por el dinero, sino el dinero por el alma; o sea, ser generosos en dar y pacientes en perder”.