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La lengua de San Antonio de Padua

San Buenaventura y San Antonio de Padua. Museo San Miguel Arcangel. Pintura al fresco. Huejotzingo, México

Entre los años 1231 y 1232, su proceso de canonización ha sido uno de los más rápidos de la historia: duró menos de once meses, de julio de 1231 al 28 de mayo de 1232. Los milagros y la devoción de las gentes se multiplicaron a partir de aquel mismo 17 de junio, al tiempo que se multiplicaban las peregrinaciones. Gregorio IX puso de inmediato en marcha el proceso, y, cumplidos todos los requisitos, el 28 de mayo de 1232 decidió proceder a la canonización.

El 8 de abril de 1263, se realiza la Traslación de los restos mortales de San Antonio de la pequeña iglesia de Santa María a la nueva basílica construida en su honor, en un acto que presidió San Buenaventura (15 de julio), se encontró incorrupta la lengua del santo, que aún se venera en un relicario.

El predicador ha de predicarla primero a sí mismo y después a los demás, nunca en nombre propio.

Los biógrafos no se han planteado la cuestión de la lengua en que predicaba el santo. Portugués, llegado a Italia a la ventura, hizo oír su voz en regiones lingüísticas tan diversas como la Romagna, el Véneto, Lombardía, el Mediodía de Francia: no tuvo tiempo para aprender los varios idiomas. ¿Cómo hacía para hacerse entender del pueblo? Con toda probabilidad él hablaba en latín; en efecto, el biógrafo hace constar el domino que poseía de la lengua eclesiástica. Pero el latín sólo lo entendían los letrados y aun estos hallarían dificultad en captar la diferente pronunciación latina por la que, en la Edad Media, eran ya conocidos los clérigos hispánicos. El autor de las Florecillas, al referir el sermón predicado por Antonio ante la corte romana, recurre al milagro de Pentecostés para dar una respuesta (Florecillas cap. 39). Quizá lo que enardecía a la gente sencilla no era tanto lo que decía el predicador, sino quién lo decía y cómo lo decía. En Antonio, como en Francisco, predicaba la persona y la vis profética de su mensaje.

A través de sus sermones, escritos mucho tiempo después de haberlos predicado y para destinatarios cultos, es difícil hacernos una idea de lo que fue la predicación de Antonio. Ha sido proclamado Doctor Evangelicus por Pío XII. «Heraldo del Evangelio» es el apelativo que le da muchas veces el primer biógrafo. Un heraldo evangélico es, ante todo, un testigo y un enviado, un profeta. En esos mismos sermones, San Antonio de Padua traza repetidas veces los rasgos del auténtico predicador: es un enviado, un simple portavoz, ministro de la Palabra, la cual posee eficacia en sí misma; ha de basarse siempre en la Palabra de Dios, estudiada, meditada, asimilada; el predicador ha de predicarla primero a sí mismo y después a los demás, nunca en nombre propio, sino siempre en nombre de Dios. Se puede ser predicador eficacísimo también callando… Como Jesús, el hombre del Evangelio ha de ser testigo de la VERDAD, mártir de su propio mensaje. Dejó escrito en uno de sus sermones:

«La verdad engendra odio; por esto algunos, para no incurrir en el odio de los demás, echan sobre su boca el manto del silencio. Si predicaran la verdad tal como es y la misma verdad lo exige y la divina Escritura abiertamente lo impone, ellos incurrirían en el odio de las personas mundanas… Jamás se debe dejar de decir la verdad, aun a costa de provocar escándalo» (Sermones, I, 332).

Así lo hizo él. En el texto latino de sus sermones se percibe, bien que lejanamente, la vehemencia profética con que arremetía contra la prepotencia, la opresión y la violencia, contra todos los delitos sociales del tiempo. Nadie escapa a la libertad evangélica con que denuncia a príncipes, señores feudales, prelados de la Iglesia, dueños burgueses, usureros sin entrañas, magistrados, leguleyos… Todos son citados ante el tribunal del Dios justo y recto, el cual «no hace discriminación de personas», como repite muchas veces. Ante una sociedad estructurada según la desigualdad de la pirámide feudal —príncipes, nobles, plebeyos, siervos de la gleba— él proclama la igualdad entre los hombres:

«Todos los fieles son reyes, por ser miembros del Rey supremo… Cualquier hombre es príncipe, teniendo por palacio la propia conciencia.»

[Selecciones de Franciscanismo, vol. XXIV, n. 70 (1995) 71-85]