El denominado Tomo de San León Magno, que este papa envió a Flaviano en el año 449 para aclarar la doctrina ortodoxa refutando los errores monofisitas, es una espléndida formulación dogmática que sería aclamada por el Concilio de Calcedonia. Asevera que el Verbo de Dios “fue concebido del Espíritu Santo en el útero de la Virgen Madre”, “salvada la propiedad de una y otra naturaleza y conviniendo en una sola persona”; “así pues, el Dios verdadero nació en la íntegra y perfecta naturaleza de verdadero hombre, todo en lo suyo, todo en lo nuestro”. También afirma que “el Espíritu Santo dio fecundidad a la Virgen, la verdad del cuerpo fue tomada del cuerpo” y el Verbo se hizo carne. El Verbo fue “engendrado con nueva Natividad: porque la virginidad inviolada, que desconoció la concupiscencia, suministró la materia de la carne […] y en el Señor nuestro Jesucristo, engendrado del útero virginal, no es desemejante la naturaleza de lo nuestro porque la Natividad sea admirable. Pues el que es verdadero Dios, Él mismo es verdadero hombre y no hay ninguna falsedad en esta unidad […]. Pues una y otra naturaleza obran en comunión con la otra lo que le es propio.” Por lo tanto, para lo que
aquí estamos viendo, cabe tener en cuenta –una vez más– que es en el mismo momento de la concepción cuando tiene lugar la Encarnación y, por tanto, la unión hipostática de las dos naturalezas, divina y humana, en la única Persona divina del Verbo.
Del Concilio de Constantinopla II (553) hay que destacar algunos cánones, especialmente el segundo, donde se vuelve a definir el doble nacimiento del Verbo de Dios: uno eterno e incorporal del Padre y otro en el tiempo, “en los últimos días, cuando Él mismo bajó de los cielos, y se encarnó de la Santa gloriosa Madre de Dios, siempre Virgen, y nació de Ella”. Aquí el nacimiento se refiere ya propiamente al mismo momento de la concepción o generación humana, más que al momento del parto. De hecho, en el tercer canon, corroborando esta indicación que hacemos, se afirma la unidad del Verbo de Dios, la unidad de persona, porque es “uno solo y el mismo Señor nuestro Jesucristo, el Verbo de Dios que se encarnó y se hizo hombre”. Una vez más, por tanto, ha de identificarse el momento de su generación humana con el prodigio de la Encarnación: y, por lo tanto, desde ese mismo momento se halla presente la persona divina del Verbo en el seno virginal de María. El canon cuarto alcanza una expresión magnífica cuando define la unión hipostática como “unidad de Dios Verbo con la carne según síntesis, lo que equivale a decir según hipóstasis”; “unión según síntesis en el Misterio de Cristo”, lo cual evita el pensar tanto en la confusión de naturalezas como en la división de personas. Otros cánones profundizan algunos de estos aspectos, anatematizan determinados errores y definen las verdades de fe.
El Concilio de Letrán del año 649 incide en su canon tercero en la concepción virginal del Hijo de Dios en el seno de Santa María, después de haber reafirmado en el segundo la doctrina tradicional de su Encarnación en Ella por el Espíritu Santo. El canon tercero dice que “María es Madre santa y siempre Virgen Madre de Dios, puesto que verdaderamente al mismo Dios Verbo nacido del Padre antes de todos los siglos, en estos últimos tiempos concibió sin semen varonil por obra del Espíritu Santo, y lo engendró incorruptiblemente, permaneciendo virgen también después del parto en su virginidad indisoluble”. De nuevo, pues, la concepción humana del Verbo sugiere, e incluso exige, la presencia de la persona del Verbo en ese mismo instante de esta concepción milagrosa por obra del Espíritu Santo en el seno de María.