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Jesús, testigo de la misericordia de Dios

En las parábolas dedicadas a la misericordia, Jesús revela la naturaleza de Dios como la de un Padre que jamás se da por vencido hasta disolver el pecado y superar el rechazo con la compasión y la misericordia. Conocemos estas parábolas; tres en particular: la de la oveja perdida y de la moneda extraviada, y la del padre y los dos hijos (cfr Lc 15,1-32). En estas parábolas, Dios es presentado siempre lleno de alegría, sobre todo cuando perdona. En ellas encontramos el núcleo del Evangelio y de nuestra fe, porque la misericordia se muestra como la fuerza que todo lo vence, que llena de amor el corazón y que consuela con el perdón[1].

Pero además de las parábolas, en la raíz de su actividad curadora e inspirando toda su actuación con los enfermos está siempre su amor compasivo. Jesús se acerca a los que sufren, alivia su dolor, toca a los leprosos, libera a los poseídos por espíritus malignos, los rescata de la marginación y los devuelve a la convivencia. Jesús sufre al ver la distancia que hay entre el sufrimiento de estos hombres y mujeres enfermos, desnutridos y estigmatizados por la sociedad, y la vida que Dios quiere para todos ellos. Jesús no los cura para probar su condición divina o la veracidad de su mensaje. Lo que le mueve a Jesús es la compasión. Quiere que, desde ahora, estos enfermos experimenten ya en su propia carne la misericordia de Dios.

El “Perdón de los pecados”

La gente captó enseguida la novedad que estaba introduciendo Jesús. Su actuación era muy diferente a la del Bautista. La misión del Bautista estaba pensada y organizada en función del pecado. Era su gran preocupación: denunciar los pecados de aquella sociedad y purificar a cuantos acudían al Jordán a recibir su bautismo para el «perdón de los pecados». La actuación de Jesús era diferente, pues lo veía todo desde la compasión de Dios. Lo que a él le preocupaba, antes que nada, era el sufrimiento que destruía, humillaba y marginaba a aquellas gentes[2] desgraciadas. Jesús no camina por Galilea buscando pecadores para convertirlos de sus pecados, sino acercándose a enfermos y endemoniados para liberarlos de su sufrimiento. Su misión es más terapéutica que “moral”. No es que no le preocupe el pecado sino que, para él, el pecado que más se opone a Dios es precisamente causar sufrimiento o tolerarlo con actitud indiferente. Pronto se acercaron a Jesús todo tipo de gentes desgraciadas y desvalidas. El profeta de la misericordia de Dios atraía, sobre todo, a los que vivían hundidos en la miseria. En Galilea la inmensa mayoría de la población era pobre pues luchaba día a día por la supervivencia, pero, al menos, tenían un pequeño terreno o un trabajo para asegurarse el sustento. Los que rodean a Jesús son los desposeídos de todo, los que no tienen lo necesario para vivir. Son un grupo fácilmente reconocible. La mayoría, vagabundos sin techo. Entre ellos hay mendigos que andan de pueblo en pueblo. Hay jornaleros sin trabajo fijo y campesinos huidos de sus acreedores. Muchas son mujeres.

Todos tienen un rasgo común: viven en un estado de miseria del que ya no podrán escapar. No tienen a nadie que los defienda. Son el «material sobrante» de aquella sociedad.

Jesús se une a ellos, comienza a vestir y calzar como ellos, los acoge y los defiende. De sus labios comienzan a escuchar un lenguaje nuevo y desconocido: «Dichosos vosotros, los que no tenéis nada, porque vuestro rey es Dios; dichosos los que ahora pasáis hambre porque seréis saciados; dichosos los que ahora lloráis porque reiréis».

Aquella miseria que los condena al hambre, a la enfermedad y al llanto no tiene su origen en Dios. Al contrario, aquello es un escándalo para él. Dios los quiere ver saciados, felices y riendo. Los que no interesan a nadie le interesan a Dios. Los que sobran entre los hombres tienen un lugar privilegiado en su corazón. Los que no tienen a nadie que los defienda le tienen a Dios como Padre. El mensaje y la actuación de Jesús no significan ahora mismo, el final del hambre y la miseria, pero sí una dignidad indestructible de todas las víctimas de abusos y atropellos. Todo el mundo ha de saber que son los hijos predilectos de Dios. Nunca en ninguna parte se construirá la vida tal como la quiere Dios si no es liberando a estos hombres y mujeres de la miseria.

[1] FRANCISCO, Misericordiae Vultus, nº 9.

[2] Los evangelios señalan constantemente que Jesús curaba «movido por la compasión». Emplean

el verbo «splanchnízomai» que, literalmente significa que a Jesús «le temblaban las entrañas» cuando veía sufrir a los enfermos.