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Hablar o no hablar

 siempre que entablamos una conversación con un desconocido recibimos algo a cambio. Repito: siempre, pues al menos escucharemos otra manera de entender el mundo que podrá servirnos a nosotros mismos. 

  Seguro que todos tenemos historias de terceros que nos han conmovido o hecho reflexionar. En mi caso, recientemente tuve la suerte de escuchar una bastante aleccionadora. Fue en Las Vegas, EEUU, ciudad famosa por sus hoteles, el juego y otros vicios nada recomendables, pero que al mismo tiempo acoge a gentes de origen y condición sumamente variopintos.

Era de noche y salía de un restaurante cuando tres chicas y un chico –creo que ninguno sobrepasaba los 30 años- se me acercaron por detrás. Ni cortos ni perezosos, llamaron mi atención y me preguntaron por la medalla dorada que colgaba de mi cuello. Mi escapulario. Tardé un par de segundos en reaccionar: “¿Esto? Bueno, por un lado está la imagen de la Virgen del Pilar, y por el otro, el Sagrado Corazón de Jesús”.

No dije nada más. Bastó esa simple respuesta para que aquellos cuatro jóvenes se miraran entre sí mientras esbozaban una sonrisa gigantesca, sincera e incluso contagiosa. Emplearon los diez minutos siguientes en explicarme muchas cosas sobre ellos mismos: que vivían en Houston (Texas), que eran cristianos ortodoxos, que creían en Jesús y que, aunque habían llegado a Las Vegas para disfrutar y descansar durante unos pocos días, el viaje les había defraudado. Mejor dicho, estaban confirmando que todavía había muchos hombres y mujeres que, cegados por el mal, la degeneración o la ignorancia, necesitaban oír de Dios.

Al cabo de un rato miraron su reloj. Querían pasarse un rato por una discoteca cercana, así que, tras agradecer nuestro breve encuentro, se despidieron tan naturalmente como me saludaron al principio.

No he vuelto a saber nada de los cuatro tejanos desde entonces, pero tardaré en olvidar la facilidad y espontaneidad que derrocharon mientras, literalmente, me contaban sus vidas. Sencillos y rotundos, uno por uno fue enumerando sus inquietudes y sus teorías sobre la juventud actual. Es más, terminaron por hacerme un par de preguntas lúcidas sobre el Papa y su reciente viaje a México y Cuba.

De todo esto no debe deducirse que yo compartía todas sus opiniones. Admiré, eso sí, su desparpajo y sentido común, dos cualidades difíciles de adquirir y que ojalá nosotros los católicos no despreciemos nunca. Se los veía interesados en aprender y escuchaban con una actitud humilde.

Si uno lo piensa con detenimiento, es fácil encontrar una cierta analogía entre el comportamiento de esos americanos corrientes, que buscaban, a su manera, expandir su fe, y el de Jesús hace dos mil años. En el Nuevo Testamento hay pasajes –a puñados- sobre sus predicaciones.

Ante todo, Jesús hablaba. No estamos seguros de que escribiera mucho, pero sí de que difundía la palabra allá donde iba. Tal vez no convencía a los fariseos, que, soberbios, se negaban a abrir sus corazones, pero causaba un gran efecto en las personas sencillas y magnánimas.