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Fe y amor

Fe y amor. El afecto y la alegría se vuelcan cada vez mas lejanas en la mente y corazón de muchos de nosotros

La verdad de Jesús consiste precisamente en poner juntos estos dos mandamientos –el amor a Dios y el amor al prójimo- revelando que son inseparables y complementarios, son las dos caras de una misma medalla. No se puede amar a Dios sin amar al prójimo sin amor a Dios.

A la luz de esta palabra de Jesús el amor es la medida de la fe, y la fe es el amor del amor. Ya no podemos separar la vida de piedad, del servicio a los hermanos, a aquellos hermanos concretos que encontramos. No podemos ya dividir la oración, el encuentro con Dios en los sacramentos de la escuela del otro, de la proximidad a su vida, especialmente a sus heridas. Recordad esto: el amor es la medida de la fe”.

Me he tomado la licencia de transcribir, íntegras, unas palabras recientes del Papa Francisco, porque considero que dan en el meollo de un problema grave que nos sacude a numerosas personas de Occidente en nuestro interior. Tendemos a pensar que las cuestiones de fe están, de algún modo, al margen de nuestra actividad diaria, como si fueran –las creencias y nuestros avatares cotidianos- dos realidades distintas e independientes entre sí. La realidad, en cambio, demuestra todo lo contrario:

Existen hoy en día, por ejemplo, líderes de países aparentemente modélicos que llevan la bandera del odio, la discriminación, el insulto y la descalificación allá donde van. Se erigen como ejemplos de moralidad y, sin embargo, sus palabras y acciones están casi siempre guiadas por

Enorgullecernos de ser cristianos

Algo semejante ocurre con un sinfín de medios de comunicación, tan proclives a la cultura de la comparación, el chisme y la superficialidad; o con un buen cúmulo de redes sociales, nido constante de burlas, envidias, críticas y arrogancias. Es decir, se fomentan la egolatría y el individualismo en su dimensión más burda, mientras que actitudes cristianas ligadas al perdón, el afecto y la alegría se vuelven cada vez más lejanas en la mente y el corazón de muchos de nosotros. ¿Cómo podemos enorgullecemos de ser cristianos, si, al mismo tiempo, somos los primeros en lanzar críticas contra tal o cual persona en un grupo de Whatsapp, en una charla con amigos frente a la barra del bar o durante la retransmisión de un partido de fútbol?

Nuestra vida de fe, tanto si es muy rica como si no, debe estar entrelazada con unos hechos  llenos de amor. O, por lo menos, tal debe ser nuestra intención. Pero es que, insisto, la tendencia es otra. Acudir a misa con regularidad y pronunciar una serie de oraciones de vez en cuando no nos exime de comportarnos éticamente con nuestros compañeros de trabajo, ni de callarnos un comentario sarcástico sobre un familiar al que no tenemos mucho aprecio.

El cariño que podamos tener a San Ignacio de Loyola, la pasión con la que podamos seguir una romería o una procesión, la fe con la que acudimos a nuestro patrón en momentos de necesidad… pierden su auténtico valor cuando se desligan de una existencia jalonada de buenas obras. Y dichas obras deben pivotar siempre en torno a la caridad, esto es, el respeto por la libertad del prójimo, sobre todo cuando éste no nos cae bien o nos provoca inicialmente animadversión. Así, si alguien nos suscita rechazo, que al menos nuestra respuesta sea el silencio o la ausencia de desprecio. No olvidemos que Jesucristo nos pidió amar a los enemigos, porque se sobreentiende que amar a los amigos es algo fácil, lógico, llevadero.