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Familia y serenidad

Existen desgracias sin fin que azotan, o pueden azotar, a la humanidad entera. Con frecuencia, además, las principales víctimas de tales dramas son personas inocentes. Somos vulnerables, mortales, y estamos sometidos a continuos vaivenes e infortunios. Por eso, no existe mejor indicación que la de volver los ojos hacia Dios, aunque sea para cuestionarle el porqué de tanto dolor.

Pensaba en estas ideas hace poco cuando recordé la reciente publicación de la exhortación apostólica AmorisLaetitia, del Papa Francisco, dirigida a todos los obispos, personas consagradas, esposos y fieles que conforman la Iglesia Católica. En ella, el Papa arroja ideas muy lúcidas sobre la alegría y sobre una de las realidades que contribuyen a alcanzarla: el amor familiar.

La fuerza de la familia

En el siglo XIX y, sobre todo, en el XX proliferaron las doctrinas existencialistas, que defendían, en muchos casos, el valor de la soledad y el ego como vías para subsistir en un mundo corrupto, dañado y sin esperanza. Ahora sabemos que esa perspectiva gris poco o nada sirve. Nosotros nos realizamos en compañía. Así de sencillo. Si limitamos nuestros deseos a la simple conquista de nuestras apetencias, a la búsqueda de la libertad propia como la meta última de nuestras vidas, antes o después nos daremos con un canto en los dientes.

La familia contiene, pues, la receta contra la tristeza y el abatimiento. Encerrarse en uno mismo acrecienta el vacío, mientras que mirar, cuidar y escuchar a los padres, al cónyuge, a los hijos y a los hermanos nos devuelve felicidad y nos hace mejores personas. Gracias a ellos encontramos ternura, esperanza y serenidad.

En este marco hay que leer reflexiones como éstas: “Nadie puede pensar que debilitar a la familia como sociedad natural fundada en el matrimonio es algo que favorece a la sociedad. Ocurre lo contrario: perjudica la maduración de las personas, el cultivo de los valores comunitarios y el desarrollo ético de las ciudades y de los pueblos. (…) La fuerza de la familia reside esencialmente en su capacidad de amar y enseñar a amar. Por muy herida que pueda estar una familia, esta puede crecer gracias al amor” (AmorisLaetitia, n. 53).

Las familias, al vivir del amor y con amor, cumplen poco a poco con el llamado de Dios, incluso cuando se equivocan y necesitan corregirse una y otra vez. Ninguno de nosotros es perfecto, y reconocerlo y pedir ayuda dentro de la propia familia ya es un comienzo notorio e ilusionante, así que refugiémonos en ella.