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Estamos en el interior del Pouet de Sant Vicent (el pocito de San Vicente); uno de los lugares de devoción religiosa más populares de Valencia, situado en la casa natalicia de san Vicente Ferrer, patrón de la ciudad, a donde era costumbre acudir para ofrecer a los recién nacidos bajo la protección del santo y asegurar su salud, en unos años en que la mortalidad infantil era particularmente alta, sobre todo en las familias de más humilde condición.

Una joven madre huertana, pulcramente vestida con sus humildes ropas, deja su cesta en el suelo para elevar a su pequeño recién nacido a la ventana del altar, situado sobre una gran pila, con cuatro grifos, por los que mana el agua del pozo de la casa.

Colgado de la grifería hay un cacito con el que se daba a beber un sorbito a los niños, de cada uno de los grifos, con una rogativa diferente; para que comenzaran a hablar pronto, no enfermaran de anginas, no juraran en falso y no blasfemaran.

La acompaña su marido, situado detrás de ella, que contempla en silencio la emotiva ceremonia, con las manos unidas como gesto de recogida devoción, sosteniendo en ellas su modesto sombrero y unas alforjas.

A su lado puede verse a una anciana enlutada, seguramente abuela del pequeño, y al sacerdote, que acaba de recibir dos cirios ofrecidos al santo por la familia como sencillo exvoto, apresurándose a anotar el óbolo en la libreta que sostiene en las manos. En el primer término hay un rústico bancal con dos cofres para las limosnas. Esparcidos por el suelo quedan aún pétalos de rosa de una anterior ofrenda.

Sorolla se detiene en describir con cuidadosa minuciosidad el recoleto interior del santuario, revestidas sus paredes de espléndidos azulejos del siglo XVIII, prácticamente ocultos bajo los innumerables exvotos que recubren los muros, ofrecidos por los fieles en agradecimiento a los favores otorgados por el santo, la mayoría de ellos mechones de cabellos, en uno de los cuales puede leerse la inscripción que a su vez da título al cuadro, encima de la puerta.

El artista cuidó muy especialmente que el cuadro reprodujera con absoluta fidelidad el interior del camarín, para hacerlo así inmediatamente reconocible. Utilizó para ello su técnica más atenta en describir todos los elementos de su arquitectura y ornamentación, bañados por la claridad cenital que inunda la estancia, y en la que reside buena parte del encanto del cuadro, al envolver la capilla en una serenidad diáfana, que subraya la íntima ternura de este acto de devoción.

Se cuenta que, siendo niño, Vicente hizo subir el agua del pozo hasta su borde para que un amigo recuperara el zapato que se le había caído. Desde entonces, en épocas de calamidad, los vecinos de la ciudad han encontrado socorro en las aguas de este bendito pozo. ¿Tiempos de ignorancia y oscurantismo, acaso? ¿O tiempos de fe? “Os aseguro –les dijo Jesús a sus discípulos– que, si fuera vuestra fe como un grano de mostaza, le diríais a aquella montaña que viniera aquí, y vendría. Nada os sería imposible.” (Mt 17, 20).

* De la ficha de José Luis Díez. Joaquín Sorolla 1863-1923. Museo del Prado, Madrid 2009.

Aunque desde sus primeros pasos como pintor Sorolla mostró su inclinación hacia el costumbrismo popular, ésta es la primera escena de costumbres de gran envergadura pintada por el artista para concurrir con ella a la Exposición Nacional de Bellas Artes de Madrid de 1892, donde la envió junto con “Otra Margarita”, “Después del baño” y siete cuadros más. Tras el éxito obtenido con este lienzo en la Exposición, en la que fue destacado por la crítica entre los “cuadros preciosos en que el público no se fija a causa precisamente de sus racionales y modestas dimensiones” (85 x 118 cm), Sorolla repetiría exactamente sus mismas formulaciones en otras pinturas de idéntica calidad y carácter como “El beso de la reliquia”. El cuadro lo vendió dos años más tarde por la importante cantidad de 6.000 pesetas.