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El Verbo de Dios

Me comerás, sin que por eso me transforme en ti, como si fuese el alimento de tu carne, sino que tú te transformarás en mí” (libro VII, cap. 16). Ciertamente, por la sagrada Comunión, Cristo nos une tan íntimamente a sí que llega a transformarnos en Él, haciendo

al hombre partícipe de la vida divina, de la misma vida íntima de la Santísima Trinidad. Tal es la fuerza de la gracia que opera en nosotros por este sacramento.

La Eucaristía transforma al hombre en Cristo, aumenta y deleita la vida espiritual del hombre, es antídoto de la debilidad, es prenda de la gloria futura y de la felicidad eterna y nos une no solamente a Cristo, sino a su Cuerpo Místico, que es la Iglesia, y a todos sus miembros, de tal forma que con razón puede ser considerada como el sacramento de la unidad.

Jesucristo nos ha traído la vida divina, que se nos comunica por el Espíritu Santo, enviado por el Padre y por el Hijo. Esa vida divina puede y quiere obrar en nosotros la unión transformante, como enseña San Juan de la Cruz: según él, teniendo la voluntad perfectamente unida con la de Dios, el alma “queda esclarecida y transformada en Dios, y le comunica Dios su ser sobrenatural de tal manera, que parece el mismo Dios y tiene lo que tiene el mismo Dios. Y se hace tal unión cuando Dios hace al alma esta sobrenatural

merced, que todas las cosas de Dios y el alma son unas en transformación participante; y el alma más parece Dios que alma, y aun es Dios por participación; aunque es verdad que su ser naturalmente tan distinto se le tiene del de Dios como antes, aunque está transformada; como también la vidriera le tiene distinto del rayo, estando de él clarificada” (Subida el Monte Carmelo, libro II, cap. V, 6). Aquí mismo define bellamente

en qué consiste el amor: “el amar es obrar en despojarse y desnudarse por Dios de todo lo que no es Dios”. Y hacia esto, según dice antes, se caminará por medio de la imitación de Jesucristo: “Lo primero, traiga un ordinario apetito de imitar a Cristo en todas sus cosas, conformándose con su vida, la cual debe considerar para saberla imitar e haberse en todas las cosas como se hubiera en él” (Subida del Monte Carmelo, libro I, cap. XIII, 2).

También el Beato Pablo Giustiniani, reformador de los monjes camaldulenses y fundador de la Congregación de Eremitas Camaldulenses de Monte Corona (que primero se denominó Compañía de San Romualdo), un místico humanista del siglo XVI, resumió muy bien cómo es esta unión transformante: “Feliz el alma aniquilada en sí misma, convertida enteramente a Dios, que no vive más en sí, sino en Cristo, toda absorta en su amor. Más feliz aún el alma licuada al fuego del amor, aniquilada a sí misma y a Cristo, que no vive ni siquiera en Cristo, sino que vive sólo porque Cristo vive en ella”. Es, en realidad, la máxima de San Pablo: “ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,19); por eso “para mí la vida es Cristo” (Flp 1,21). El mismo Beato Pablo Giustiniani tiene otra frase que resume a la perfección el proceso de la unión transformante, que culmina cuando el alma está tan transformada por Dios, que es Dios mismo quien vive en ella: “El alma no sabe (de ser reducida a nada) cuando le ocurre que

un grandísimo amor a Dios la transforma totalmente en Dios, tanto de no poder amarse a sí misma en sí misma, ni a sí misma en Dios; ella no se reconoce más ni en sí misma ni en Dios, ella no reconoce más a Dios en sí misma, sino que solamente a Dios en Dios”.

Pidamos a María Santísima, que llegó a esa unión intimísima con Dios por su Hijo y ha entrado en una relación única con las tres divinas personas, que nos guíe a nosotros en este camino de transformación en Dios por Cristo.