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El sermón del monaguillo

El sermón del monaguillo

FALTA un rato para que llegue el señor cura. Ya revestidos con la dignidad de monaguillos, los niños se en­tretienen, en la quietud de es­ta amplia sacristía. Juegan a ser mayores.

Subido en el sillón, ante un improvisado altar, sobre el que un viejo libro de regis­tros abierto en el atril hace las veces de misal, junto a una palmatoria con la vela consu­mida, el organizador de la di­versión les dirige un sentido sermón. Ha cogi­do las gafas y el bonete del sa­cerdote, para imitarle mejor.

El pequeño predicador no lo debe hacer mal, a juzgar por los rostros admirados de sus selectos parroquianos, reuni­dos en torno a un pesado cal­dero de cobre, con las brasas aparentemente apagadas.

El que vigila la puerta que da al presbiterio de la iglesia, para dar la voz de alarma cuando vea llegar al sacer­dote, ha descuidado su impor­tante misión para robar el pro­tagonismo de la función. Con la vara de encender las velas, a hurtadillas, trata de provocar la risa de todos cuando le roce la oreja con la mecha.

Eran las diversiones sa­nas de los niños de otros tiempos, cuando la vida transcurría a otro ritmo, li­bres de la tiranía de la televi­sión, de internet, o de los móviles.

V I D A

FRANCESCO BERGAMINI nació en Bolonia (Italia) en noviembre de 1815. Se especializó en las escenas de género, con frecuencia jocosas. Se formó en la Academia de Carrara de Bérgamo bajo la dirección de Giuseppe Diotti. “El sermón del monaguillo” es un ejemplo maduro de las obras de Bergamini en el que muestra, además de su sólida formación académica, la influencia que los impresionistas franceses estaban teniendo en muchos artistas de la época. Fa­lleció a los 68 años, en abril de 1883.