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El privilegio y sus razones

El privilegio de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, por el que fue preservada de la mancha del pecado original en su concepción en razón de su dignidad de Madre de Dios y para que así no le fuera transmitido a su divino Hijo, fue definido dogmáticamente por el Papa Beato Pío IX en su bula Ineffabilis Deus de 1854, quien con autoridad infalible proclamó y definió solemnemente que “ha sido revelada por Dios, y, por lo tanto, debe ser creída con fe firme y constante por todos los fieles, la doctrina que sostiene que la Santísima Virgen María, desde el primer instante de su Concepción, por singular gracia y privilegio de Dios todopoderoso, fue preservada inmune de cualquier mancha del pecado original en vista de los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano”.

A los cuatro años de la definición de Pío IX, la misma Virgen confirmó el dogma en sus apariciones en Lourdes. Se trata de un privilegio único e insigne, principio de todos los otros de María, un título suave que incluso parece identificarse con su misma persona, pues Ella se manifestó así a Santa Bernardita: “Yo soy la Inmaculada Concepción”.

Este privilegio, como todos los otorgados por Dios a María, le vino dado por su Maternidad Divina. Como reza la oración colecta de su fiesta (que tiene rango de solemnidad), por la Concepción Inmaculada de la Virgen María, Dios preparó para su Hijo una digna morada y en previsión de la muerte de su Hijo la preservó de todo pecado. Convenía que, si había de ser la Madre de Dios y no podría transmitir a Jesucristo el pecado original, Ella misma debería ser preservada de éste. Era lógico que María, como verdadera Madre de Dios –pues Jesucristo es verdadero Dios y verdadero Hombre–, fuera desde el principio la toda limpia, la toda pura, la toda santa. En consecuencia, Dios la ha colmado de gracias, virtudes y santidad, haciendo de su alma y de su cuerpo un blanco resplandor de pureza que es motivo de imitación para el cristiano. Por eso el arcángel San Gabriel, como se narra en el pasaje del Evangelio en que San Lucas describe la Anunciación (Lc 1,26-38), la saludó como la “llena de gracia” y “bendita entre las mujeres”. Por eso la Iglesia, aplicándole las palabras del Cantar de los Cantares, la ha exaltado secularmente diciendo: “Toda hermosa eres, María, y en ti no existe la mancha original” (cf. Ct 4,7: “Toda hermosa eres, amada mía, y no hay mancilla en ti”). Y por eso, en la liturgia de esta solemnidad se reza o canta parte del salmo 97, el cual anima a cantar al Señor un cántico nuevo, pues ha hecho ciertamente en María verdaderas maravillas, como Ella misma reconocería en el Magníficat (Lc 1,49).

Protectora del Pueblo de Dios        

María es la nueva Eva –según la cnsideraron ya muchos Padres de la Iglesia–, es la Mujer que en el texto del Génesis que la Tradición de la Iglesia ha denominado secularmente “Protoevangelio”, aplasta la cabeza de la serpiente, vence al diablo y sus insidias (Gén 3,15). Desde el principio de su elección para ser Madre de Dios y especialmente desde el momento de la Encarnación, quedó asociada al Redentor y Mediador, su Hijo Jesucristo, para ser auténtica Corredentora y Medianera. Como Judit y Ester, Ella es la protectora del pueblo de Dios.

En efecto, la oración colecta de la fiesta proclama otra verdad que quedó expuesta también en la proclamación del dogma: el privilegio de la Concepción Inmaculada apuntaba no sólo a su Maternidad divina, sino también a su condición de primera colaboradora en la obra de la redención de Jesucristo. A Ella, antes ya de la Pasión, Muerte y Resurrección salvadoras de su Hijo, se le aplicaron los méritos de Él en tal obra de salvación, y por eso Dios la preservó inmune de la mancha del pecado original en el instante mismo de su Concepción en el seno de su madre, a quien la Tradición reconoce como Santa Ana. Y por esto mismo y por su Maternidad divina y la estrecha unión que había de darse entre Madre e Hijo, María participaría –la primera entre todos los hombres– en la obra redentora de Cristo, sufriendo en la Pasión una auténtica Compasión, sufriendo espiritualmente en su interior la Muerte de su Hijo y siendo la primera en alegrarse con su Resurrección.