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El Espíritu Santo en los comienzos de la Iglesia

San Pedro, tras ser derramado el Espíritu Santo sobre los Apóstoles en Pentecostés, explica que efectivamente esto ha sucedido, recogiendo la cita de Joel 3,1-5, y afirmando

que “a este Jesús lo resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. Exaltado, pues, por la diestra de Dios y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, lo ha derramado. Esto es lo que estáis viendo y oyendo” (el discurso, en Hch 2,12-36; la

cita entrecomillada, Hch 2,32- 33). Dirá ante el sanedrín que Dios resucitó a Jesús, y de ello son testigos los Apóstoles y el Espíritu Santo (Hch 5,30-32). San Pedro dice también que Jesucristo estaba ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo (Hch 10,38). E invita a la conversión y a recibir el bautismo en el nombre de Jesús para recibir el don del

Espíritu Santo (Hch 2,38). Dice también que Dios da el Espíritu Santo a los que le obedecen (Hch 5,32). Pedro habla lleno del Espíritu Santo (así, ante el sanedrín: Hch 4,8). El Espíritu Santo llena a la Iglesia naciente en la oración y lanza a los discípulos a la predicación (Hch 4,31). Asimismo infunde la fuerza a San Esteban para el martirio, permitiéndole incluso ver la gloria de Dios y a Jesús a la derecha del Padre (Hch 7,55-56; en Hch 6,5 dijo ya que estaba lleno del Espíritu Santo). El Espíritu Santo acompaña en todo momento la Iglesia naciente (así, Hch 9,31: la Iglesia se edifica, progresa y se multiplica con el consuelo del Espíritu Santo) y los Apóstoles lo transmiten, como se ve frecuentemente en el libro de los Hechos (así, de nuevo en Hch 8,15-17); se derrama incluso sobre los gentiles, como sucede en la familia de Cornelio, para sorpresa de los fieles de la circunci- sión (Hch 10,44-48). El Espíritu Santo inspira a la Iglesia en el concilio de Jerusalén (Hch 15,28). Podríamos exponer la doctrina del Espíritu Santo en las cartas paulinas y en las católicas, pero no vamos a hacerlo para evitar alargar en exceso en exceso estos artículos.

El gran desconocido

A buen número de cristianos se les podría aplicar lo que dijeron unos discípulos a San Pablo en Éfeso: “Ni siquiera hemos oído hablar de un Espíritu Santo” (Hch 19,2). Lamentablemente, la devoción al Espíritu Santo de muchos cristianos suele ser muy tenue, muy escasa, y en ocasiones incluso nula. Parece que nos resulta la persona más desconocida de la Santísima Trinidad, la más lejana, la más abstracta. Tanto es así que el teólogo dominico P. Royo Marín, en el libro que dedicó al Espíritu Santo, lo subtituló precisamente como “el gran desconocido”.

Y sin embargo, Él es quien hace posible, no sólo la vida y la santidad de la Iglesia, sino la propia vida espiritual y la santificación de cada creyente. Como nos enseña San Pablo en la carta a los Romanos, por el Espíritu Santo recibimos la adopción filial de Dios, somos hechos hijos adoptivos de Dios en su

Hijo unigénito, que es Jesucristo, de tal forma que podemos llamar Padre (Abba) a Dios y hemos sido hechos coherederos de Dios con Cristo (Rm 8,14-17).

Por su Encarnación y su obra redentora, Cristo no sólo nos ha devuelto la amistad perdida con Dios como efecto del pecado original, sino que nos ha alcanzado algo aún mayor: la adopción filial, regalo realmente inmenso que nos permite entrar más de lleno en la vida de la Santísima Trinidad por la gracia.