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El entierro del conde de Orgaz

El entierro del conde de orgaz

El famoso lienzo del Greco representa el milagro en el que, según la tradición, San Esteban y San Agustín bajaron del Cielo para asistir al entierro de don Gonzalo Ruiz de Toledo, en la iglesia de Santo Tomé, fallecido en 1323. De esta manera, ambos santos quisieron premiar la vida ejemplar de devoción, humildad y caridad que el señor de la villa de Orgaz, alcalde de Toledo y notario mayor del rey don Sancho el Bravo, había llevado.

Benefactor de la parroquia de Santo Tomé, al morir dejó una manda en su testamento que debían cumplir los vecinos de la villa de Orgaz: “páguese cada año para el cura, ministros y pobres de la parroquia 2 carneros, 8 pares de gallinas, 2 pellejos de vino, 2 cargas de leña, y 800 maravedís”.

El Greco acepta el encargo en 1586, dos siglos y medio después de los sucesos, y viste a los protagonistas de forma anacrónica, con trajes del siglo XVI. Sus rostros son reales, personajes contemporáneos del pintor.

Divide el lienzo en dos zonas claramente diferenciadas, marcando lo que constituye el horizonte cristiano de la vida ante la muerte: el oficio de difuntos con el entierro en la parte inferior, y en la superior la entrada del alma del señor de Orgaz en el Cielo, recibido por la Santísima Virgen que lo presenta ante el trono de su Hijo, en presencia de los bienaventurados (entre los que hace figurar al Rey, su señor, don Felipe II, aún vivo). A la izquierda, con las llaves en la mano, San Pedro.

El lazo de unión entre el cielo y la tierra es el alma inmortal de don Gonzalo, y esa esbelta cruz procesional de plata (junto al sacerdote que oficia el sepelio, a la derecha) que penetra en la esfera celeste conectando las dos existencias.

Abajo, en la capilla, el cadáver del señor va a ser depositado con toda veneración y respeto en su sepulcro por el obispo san Agustín, uno de los padres de la Iglesia, que lo sostiene por la cabeza, y el diácono san Esteban, primer mártir de Cristo, que lo sujeta por los pies. Y en el momento en el que sucede el prodigio se escucha una voz que dice: “Tal galardón recibe quien a Dios y a sus santos sirve”.

Alrededor se amontona un tropel de caballeros rigurosamente enlutados. Sus rostros, iluminados por algunos hachones, son alargados y serios. Tienen los labios sellados.

Reconocemos a casi todos, empezando por el mismo pintor, que se retrata mirándonos de frente, sin miedo, con la tez blanca, encima de san Esteban. El caballero de Santiago que vemos entre los dos santos, con elocuente gesto de manos --uno de los personajes más expresivos del lienzo—es el descendiente del señor de Orgaz, quien encargó el cuadro al Greco. De perfil, con la barba canosa, a la izquierda del sacerdote que nos da la espalda, aparece el humanista don Antonio de Covarrubias, legista en la tercera sesión del Concilio de Trento, miembro del Consejo de Castilla e íntimo amigo del Greco. Entre

ambos, asoma el rostro del historiador Francisco de Pisa, erudito que escribió acerca del milagro descrito en el lienzo.

El Greco enmarca la escena con dos figuras. A la izquierda, un fraile franciscano, símbolo de la humidad y pobreza, y, a la derecha, un sacerdote con roquete --posiblemente el ecónomo de la parroquia-- que, de espaldas, desentendido del entierro, contempla cómo el alma se introduce en el cielo.

La firma, “Domenico Theotocopuli, 1578”, está escrita en el papel que asoma del bolsillo de su hijo, ese niño que aparece en primer plano, delante del fraile, con un hachón en la mano derecha y con la otra señalando la trascendencia del suceso.

Felipe Barandiarán