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El embrión humano en el Nuevo Testamento

Otro texto significativo atañe a San Juan Bautista, de cuya vocación desde el seno de su madre y aun desde la eternidad ya dijimos que ha sido equiparada con los casos de Isaías y Jeremías por parte de la Tradición y la Liturgia cristianas. Este hecho se ve plenamente justificado porque es el propio evangelista San Lucas el que, al recoger el anuncio del arcángel San Gabriel a Zacarías, le predice que el niño “será lleno del Espíritu Santo ya desde el seno de su madre” (Lc 1,15). Y esto se lo asegura cuando le anuncia que su mujer, Isabel, lo concebirá de él poniendo fin así a su esterilidad anterior. Por otro lado, se trata además de un niño que, ya antes incluso de ser concebido, tiene un nombre propio personal, según el expreso deseo de Dios: Juan (Lc 1,13.59-64).

Otro dato importante es el ofrecido en el pasaje de la Visitación  de la Virgen María a Santa Isabel, cuando se nos informa de que, “al oír Isabel la salutación de María, dio saltos de gozo el niño en su seno, y fue llena Isabel del Espíritu Santo”, experiencia que a continuación le comenta a su prima: “como sonó la voz de tu salutación en mis oídos, dio saltos de alborozo el niño en mi seno” (Lc 1,41-44). Es, sin duda, un acontecimiento

a la vez natural y milagroso: natural el movimiento del niño en el útero materno, milagroso el que posea ya un cierto nivel de conciencia que le permita, como Precursor del Salvador, alegrarse y manifestar su júbilo ante la presencia de Éste. Pero, en cualquier

caso y ante todo, supone una afirmación de la vida de un ser personal en el seno materno,

tanto en el caso de San Juan que salta de gozo, como en el de Jesús ante el cual se goza  

mismo, puede Santa Isabel exclamar ante María, que es “la Madre de mi Señor”: “Bendita Tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre” (Lc 1,42-43). Ya antes de nacer, Jesús, el fruto del vientre de la Santísima Virgen, es verdaderamente bendito.

La concepción o generación humana de Jesucristo en el Evangelio de San Lucas

Complementando los textos de los Evangelios referentes a la generación humana de Jesucristo, es posible observar que unos iluminan a otros y ofrecen todos un conjunto armonioso del que es  posible extraer importantes conclusiones.

Por supuesto, el relato de la Anunciación, exclusivo de San Lucas (Lc 1,26-38), es fundamental para comprender la majestad divina del Hijo de María, para entender que Él es el mismo Hijo de Dios, a quien está reservado el nombre de Jesús y al que Ella concebirá en su seno de forma milagrosa, por obra del Espíritu Santo. Algunas de las frases más relevantes son las que afirman: “concebirás en tu seno y darás a luz un Hijo, a quien darás por nombre Jesús. Éste será grande, y será llamado Hijo del Altísimo […]. El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cobijará con su sombra; por lo cual también lo que nacerá será llamado santo, Hijo de Dios”.

El texto griego emplea el verbo syllambáno (que en este caso se traduce por “concebir”, en la forma syllémpse), que la Vulgata vierte al verbo concipio (concipies, en futuro). Lo que va a concebir María es el Hijo de Dios hecho hombre, al que el mismo Dios reserva el nombre de Jesús: es decir, en su concepción, y ya antes de ésta, desde la eternidad, nos encontramos ante una persona divina, que entre los hombres tiene un nombre propio.

La corroboración clara por el mismo Dios Padre de que se trata de su Hijo, la refiere pronto San Lucas al narrar el episodio del Bautismo en el Jordán, cuando se oye la voz del Padre que dice a Jesús: “Tú eres mi Hijo amado, en quien tengo puesta mi complacencia” (Lc 3,22; y también Mt 3,17 y Mc 1,11).