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El dolor ajeno

Tras el ataque a Ucrania, varios miles de personas inocentes han muerto ya, y centenares de miles se han visto obligadas a salir corriendo de sus hogares de siempre con un bolsito y cuatro pertenencias en él. Todas sus propiedades, sus bienes ganados con el sudor y esfuerzo de muchos años, se han quedado en Kiev, en Dnipro, en Járkov, en Odesa, en Mariúpol, en Zaporiyia, en Mykoláiv, en Melitópol.

Creo que nos cuesta ponernos en la piel de todos esas familias. Éste ha sido el mayor éxodo ciudadano de un país europeo desde el fin de la 2ª Guerra Mundial. Es como si de la noche a la mañana tuviéramos que salir huyendo de Valencia, Bilbao, Santiago o Salamanca porque un país vecino se arroga el derecho de invadirnos bajo un pretexto de “desnazificación”.

La situación es grave y ya está afectando a la economía, el ánimo y la esperanza del mundo entero. Pues bien, no hago más que preguntarme algo que quizá todos debamos plantearnos: ¿Qué podemos hacer nosotros, como cristianos, desde el punto del orbe en que nos encontramos? En primer lugar, rezar por el fin de esta guerra absurda y terrible. Pero, en segundo lugar, contribuir con obras reales y palpables de caridad.

Pienso que una actitud conjunta de solidaridad hacia el prójimo puede más, a la larga, que cualquier espíritu de queja o de simple revancha.

El ejemplo de San Vicente de Paúl

San Vicente de Paúl es conocido como el “santo de la caridad”. Mereció este calificativo por dedicar su existencia a la asistencia a los más pobres y desvalidos. Él mismo sufrió en sus propias carnes grandes dolores: permaneció prisionero de unos piratas durante 3 años en Túnez, fue acusado injustamente de robo y padeció la “noche oscura” en su alma.

Aquello le fortaleció en su fe, sin du- da, y le convenció de la importancia del amor.

Tal y como él mismo señaló, “me di cuenta de que yo tenía un temperamento bilioso y amargo y me convencí de que con un modo de ser áspero y duro se hace más mal que bien en el trabajo de las almas. Y entonces me propuse pedir a Dios que me cambiara mi modo agrio de comportarme, en un modo amable y bondadoso y me propuse trabajar día tras día por transformar mi carácter áspero en un modo de ser agradable”. Ya sabemos en qué resultó aquella transformación: en la fundación de unos grupos de caridad que ayudaban a los más necesitados y que, con la ayuda de Santa Luisa de Marillac, han llegado a formar ahora una congregación de más de 30.000 religiosas repartidas en casi 3500 casas.

El cambio fue quizá pequeño a los ojos de los demás, pero notable en su interior. Lo mismo podemos intentar hacer nosotros. A la mayoría no nos hará falta ir a las fronteras ucranianas para combatir a los rusos, pero sí tender la mano a nuestro familiar, a nuestro compañero de trabajo, al pariente que acoge a refugiados… y sin esperar nada a cambio.