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El demonio en otros textos del Nuevo Testamento

Satanás y los demás demonios aparecen citados hasta 188 ocasiones en el Nuevo Testamento, lo cual refleja la importancia que se les da. De ellas, 62 veces se emplea el término “demonio”, 33 el de “diablo”, 36 el de “Satán / Satanás”, 7 se le menciona como “Belcebú” (designando en ambos casos al “príncipe o jefe de los demonios”), 13 como “dragón” y 37 como “bestia” (estos dos nombres son del Apocalipsis).

Conforme al mandato y a los poderes transmitidos por Nuestro Señor Jesucristo a los Apóstoles, éstos continuaron expulsando demonios después de su Ascensión y de Pentecostés en los primeros tiempos de la Iglesia, según lo recoge San Lucas en los Hechos de los Apóstoles: “Concurría también la muchedumbre de las ciudades circunvecinas a Jerusalén, trayendo enfermos y vejados por espíritus inmundos, y eran curados todos” (Hch 5,16). Asimismo, refiriendo la predicación de San Felipe en Samaria, se comenta que “muchos de los que tenían espíritus inmundos ‒éstos salían gritando a grandes voces‒ y muchos cojos y paralíticos fueron curados” (Hch 8,7). También de San Pablo se dice que expulsaba malos espíritus (Hch 19,11). Cabría señalar varios ejemplos más de exorcismos, pero vale con éstos como muestra. No obstante, es interesante resaltar cómo el fraude avaricioso de Ananías y Safira es identificado por San Pedro como un pecado suscitado por Satanás (Hch 5,3).

En sus cartas, San Pablo expresa en varias ocasiones la importancia de las fuerzas diabólicas. De un modo especial podemos resaltar la Carta a los Efesios, donde se refiere “al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora actúa en los rebeldes contra Dios” (Ef 2,2), debiéndose advertir que la alusión al aire es porque se refiere a la zona atmosférica donde se suponía que actuaban los espíritus del mal. Por eso dirá también que “nuestra lucha no es contra hombres de carne y hueso, sino contra los principados, contra las potestades, contra los poderes mundanales de las tinieblas, contra los espíritus malignos del aire” (Ef 6,12). A Satanás le denomina “el dios de este mundo” (2Co 4,4). Tiene claro que su vencedor es Cristo, quien por su Cruz ha despojado a los principados y potestades malos (Col 2,15), liberándonos y sacándonos del dominio de las tinieblas al que estábamos sometidos (Col 1,13). Por eso debemos buscar ahora nuestra fuerza en el Señor, revistiéndonos de las armas de Dios “para poder afrontar las asechanzas del diablo” (Ef 6,10-18); en efecto, no hay que conceder ninguna oportunidad al diablo para que ataque y nos pueda hacer caer (Ef 4,27). Al final, Cristo triunfará por completo a Satanás, después de que éste emprenda su última y más terrible ofensiva mediante el Anticristo (Rom 16,20; 2Tes 2,3-12).

Las cartas de San Juan y el Apocalipsis recogen abundantemente también el combate final y se observa que, detrás de la acción del Anticristo, se encuentra Satanás. Es digna de resaltar la alusión al combate entre San Miguel y sus ángeles buenos frente a “la serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el que engaña al mundo entero”, siendo arrojados del Cielo él y sus ángeles malos (Ap 12,7-9).

Son muy interesantes asimismo algunas referencias en otras cartas católicas. San Pedro exhorta a velar, porque “vuestro adversario, el diablo, como león rugiente, ronda buscando a quién devorar”, pero hemos de resistirle firmes en la fe (1Pe 5,8-9). Él afirma que “Dios no perdonó a los ángeles que pecaron, sino que precipitándolos en las cavernas tenebrosas  del tártaro (el Infierno), los entregó reservándolos para el juicio” (2Pe 2,4), afirmación que mantiene la Carta de San Judas (Jud 6), la cual recoge además la lucha entre San Miguel y el diablo por el cuerpo de Moisés (Jud 9), un episodio que dentro de los textos canónicos únicamente aparece aquí. La Carta de Santiago, por su parte, sostiene que hasta los demonios saben que hay un solo Dios y tiemblan (St 2,19), y anima a resistir al diablo, porque si así lo hacemos huirá de nosotros, mientras que si nos acercamos a Dios, Él se acercará a nosotros (St 4,7-8).