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El arcángel San Miguel

San Miguel es el triunfador de los ejércitos celestiales fieles a Dios frente a Luzbel, Lucifer o Satanás, el príncipe de los ángeles rebeldes o demonios.

Su nombre significa “¿Quién como Dios?” Aparece en varios pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento, siempre en este papel de lucha contra Satanás. Por eso en el arte se le suele representar con una espada y con bastante frecuencia domina bajo sus pies al Diablo.

En el Apocalipsis (Ap 12,7-9) se describe la batalla: “Y hubo un combate en el cielo: Miguel y sus ángeles combatieron contra el dragón, y el dragón combatió, él y sus ángeles. Y no prevaleció y no quedó para ellos lugar en el cielo. Y fue precipitado el gran dragón, la antigua serpiente (cf. Gén 3,1-5.13-15), llamado Diablo y Satanás, el que engaña al mundo entero; fue precipitado y sus ángeles fueron precipitados con él”. Éste es fundamentalmente el relato de la batalla inicial, ocurrida tras la rebelión de Luzbel contra Dios, aunque en cierto modo sigue teniendo lugar en la lucha entre las fuerzas del bien y las del mal y es asimismo anticipo de la que se producirá al final de los tiempos cuando el Anticristo desate todo su poder y sus fuerzas. La Tradición cristiana ha entendido con frecuencia que la referencia a la batalla celestial al principio de los tiempos se halla implícita en la alusión del Génesis a la separación de la luz y las tinieblas por Dios en el primer día de la Creación (Gén 1,3-4).

En otro texto del Nuevo Testamento, la carta de Judas, 9, se hace referencia a la lucha habida entre San Miguel y el Diablo por adueñarse del cue2012-04-04_fundamentos_san_rpo de Moisés tras su muerte. No aparece en ningún otro libro del canon, ni protocanónico ni deuterocanónico, aunque sí en un apócrifo veterotestamentario. Da la impresión de que el origen de este combate se halla en que Satanás querría conseguir el cuerpo de Moisés para presentarlo al pueblo y que éste lo adorase, apartándolo del culto debido únicamente a Dios, por lo cual San Miguel se habría empeñado en mantener escondidos los restos del patriarca (en Dt 34,6 se dice que ningún hombre ha conocido el lugar de su sepultura “hasta el día de hoy”, si bien se halla en el valle de Moab).

  Por otra parte, San Miguel es presentado en el libro de Daniel como “uno de los príncipes supremos”, ángel protector de Israel (Dan 10,13.21): “Por aquel tiempo se levantará Miguel, el gran príncipe que se ocupa de los hijos de tu pueblo” (Dan 12,1). Algunos exégetas consideran que, de la misma manera, protege ahora a la Iglesia. Por eso se levantaron pronto basílicas en su honor en Bizancio (siglo IV) y Roma (siglo VI). En el año 491 se apareció en el monte Gargano (Italia), lugar que se convirtió en seguida en un centro de peregrinación; ello dio origen a una fiesta el 8 de mayo, mientras que en Oriente se le celebra asimismo el 6 de septiembre por otra aparición en Asia Menor en el siglo I. Hay que añadir más apariciones importantes en Roma, Francia y España (monte Aralar, en el Pirineo navarro), en los siglos VII y VIII.

El papa León XIII, después de una visión en la que contempló cómo el Diablo quedaba desatado, ordenó que todos los sacerdotes recitaran al final de la Santa Misa una oración a San Miguel para que protegiera a la Iglesia frente a las furias de aquél: “Arcángel San Miguel, defiéndenos en la batalla. Sé nuestro amparo contra la perversidad y asechanzas del demonio. ¡Reprímalo, Dios!, te pedimos suplicantes. Y tú, príncipe de la milicia celestial, lanza al infierno con el divino poder a Satanás y a los otros malignos espíritus que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Por Jesucristo, Nuestro Señor. Amén”. Lamentablemente, la obligatoriedad de esta oración fue suprimida en la reforma de la Misa posterior al Concilio Vaticano II y es difícil encontrar sacerdotes que hoy la recen en ése o en otro momento. Quizá haya que poner en relación este hecho con la tremenda crisis sufrida por la Iglesia Católica en el Posconcilio y hasta nuestros días, que llevó a Pablo VI a exclamar: “Por alguna rendija ha penetrado el humo de Satanás en la Iglesia”. Tal impresión del Papa vino a coincidir en el tiempo con el abandono de esta oración. Por eso sería deseable que los sacerdotes la volvieran a recitar y que todos los fieles, aunque sea como devoción privada, la recen con frecuencia, por ejemplo al final del Santo Rosario en el padrenuestro que se ofrece por el Papa.