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El arcángel San Gabriel

No hay duda de que el arcángel San Gabriel ha sido especialmente dichoso al ser designado por Dios para transmitir a María Santísima el gran anuncio de la Salvación, “la mejor de todas las nuevas” (= noticias), como dice San Gregorio Magno (Homilías sobre los Evangelios, 34, 8). También San Bernardo resalta el alto grado de este ángel, pues para una misión de tan gran trascendencia no podía ser enviado uno de rango inferior, y su nombre, “fortaleza de Dios”, no desentona ciertamente con su embajada (En alabanza de la Virgen Madre, homilía I, 2).

De él ya se habla en el Antiguo Testamento, concretamente en los capítulos 8 y 9 del libro de Daniel, en los que el arcángel explica al profeta algunas visiones recibidas de Dios (la del carnero derrotado por el macho cabrío y la de las “setenta semanas”). En Dan 9,21 se le presenta como “el varón / el hombre” al que había visto anteriormente en la visión, lo cual parece reflejar la etimología del nombre: “varón / hombre de Dios”, en el sentido también de “fortaleza de Dios” por la vinculación de la virilidad y la fuerza. Ahí mismo se dice que llegó hasta el profeta volando con rapidez, por lo que algunos autores han pensado que aquí se puede hallar el origen de representar a los ángeles con alas; en cualquier caso, refleja la realidad espiritual de éstos.

Pero, por supuesto, el protagonismo de San Gabriel crece al máximo en el primer capítulo del Evangelio de San Lucas al convertirse en el mensajero de la buena nueva de la Encarnación y previamente en el anunciador de la concepción y nacimiento futuro del Precursor del Salvador, San Juan Bautista. En efecto, se aparece al sacerdote Zacarías, casado con Isabel, y le dice: “Yo soy Gabriel, que asisto en la presencia de Dios, y he sido enviado a hablarte y darte estas buenas nuevas” (Lc 1,19). En tan breves palabras, se recogen dos verdades de gran importancia con respecto a los ángeles, más especialmente a los arcángeles y en concreto a San Gabriel: se hallan en presencia de Dios y a su servicio, gozando de su visión y compañía eternamente, y son enviados como mensajeros, lo cual les da nombre (“ángeles / arcángeles” = mensajeros).

De gran belleza será siempre el relato de la Anunciación: “En el mes sexto, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la familia de David; el nombre de la virgen era María” (Lc 1,26-27; todo el relato, versículos 26-38). San Gabriel entabla un precioso diálogo con María en el que expresa una delicadeza y una veneración maravillosas hacia Ella y, una vez cumplido el encargo, se retira humildemente.

El arcángel San Uriel

En algunos momentos de la Edad Media cristiana, la devoción a San Uriel alcanzó una relativa importancia, como de algún modo lo refleja ya San Isidoro en el siglo VII cuando en las Etimologías (lib. VII, 5, 15) dice que su nombre se traduce como “fuego de Dios” y lo pone en relación con la zarza ardiente e incombustible que vio Moisés y con el fuego enviado desde lo alto. San Uriel no aparece en los libros canónicos, sino en la literatura apócrifa judía del Antiguo Testamento, concretamente en el libro I de Enoc o Henoc (1Hen 9,1; 20,2; y otras más; se le llama Fanuel en 40,9; 54,6; y 71,8-9.13; en el denominado “libro de las luminarias”, que es una parte de 1Hen, se le vuelve a llamar Uriel) y en el cuarto de Esdras, que es un diálogo entre Esdras y Uriel. Según estos relatos, es el arcángel del trueno y del temblor, que presenta ante Yahveh las almas de los justos, pues preside el seol o mundo de los muertos y además responde a las preguntas de los hombres; es el encargado de la penitencia para esperanza de los que heredarán la vida eterna y, junto con Miguel, Gabriel y Rafael, se encuentra a los cuatro lados de Dios alabándole y al final de los tiempos arrojarán definitivamente a Azazel y los demonios al Infierno; en 1Hen 75,3 se dice también que el Señor le puso sobre todas las luminarias celestes. Quizá en buena parte por todo esto se halla representado en una impresionante escultura de bronce de Juan de Ávalos, de 7 m. de altura, completando el conjunto de los otros tres arcángeles principales (Santos Miguel, Gabriel y Rafael) que rodean el presbiterio de la Basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos: San Uriel está con las manos en alto en actitud orante, según la costumbre judía, y la cabeza inclinada y cubierta.